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Javier Gascó
No sé cómo explicarlo. Es una sensación rara. Nunca había experimentado algo similar, pero percibo que debe ser cosa de la edad. Después de tantos años incluso me avergüenza hacerlo público, aunque creo que el momento ha llegado. Quizás todavía sea pronto para confirmarlo, pero estoy prácticamente convencido de ello. Yo, que siempre había sido un defensor a ultranza de mis convicciones, me he visto superado por un hecho tan insospechado como irrelevante, a pesar de todo este palabrerío. 

Creo, y lo hago firmemente, que, por primera vez en mis 26 veranos de vida, me gusta más el melón -fruta que siempre ha estado a la sombra de su hermana mayor- que la sandía, que, hasta ahora, reinaba en el panorama hortofrutícola, sin debate posible. Ya está ya lo he dicho. ¿Es un debate absurdo? Sí, mucho. Pero a veces me relaja mucho pensar en chorradas de este calibre al término de la jornada laboral. 

Esta semana, después de haber catado las primeras piezas de frutas que intentan conseguir la etiqueta de ‘de temporada’ me he llevado una sorpresa. Tras años y años disfrutando de la sandía como quien lo hace con el mejor de los manjares que pueda degustarse creo que no es para tanto. Siempre me ha fascinado su sabor dulzón y su frescura innata, pero ahora ni la encuentro tan dulce, ni tan fresca. Quizás sea cuestión de atinar con la frutería indicada y no andar comprando el producto de escasa calidad, en la mayoría de ocasiones, que hay en el supermercado.

Pero el caso es que me ha sucedido todo lo contrario con el melón. De resultarme una fruta empalagosa y un tanto pringosa, ahora se ha convertido en mi desayuno por las mañanas. Y me encanta. Eso sí, en solitario. Nada de juntarlo con jamón ni combinaciones del estilo. 

No sé muy bien qué ha podido ocurrir en mis papilas gustativas para que se produzca un cambio de tal índole, pero oye, la discusión interna me vino de perlas para volver entretenido a casa después del trabajo. No hay mal que por bien no venga.