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Javier Lizaga
Cuando era joven los de Disney metían mensajes contra Sadam Husein, hoy te quieren convertir en Bush, y convencerte de que eres mejor que Guardiola.

Todo era tan sencillo como los chistes de Arévalo. Buenos y malos, gangosos y no. Ya no. La última película de Walt y compañía muestra a un mago que te concede los deseos que quieras, como los bancos antes de 2008. El asunto es que el pavo no piensa conceder deseos así en plan despiporre porque “hay algunos peligrosos” (el anticomunismo tan presente como el ratón con orejas).

El mal rollo viene porque la chavala protagonista quiere devolver los deseos a la peña. Una suerte de energía y sentido vital. Y el malo, como imaginarán, que nones, como decía Joan Manuel.

Simplificando, lo que hace la última peli de Disney es plantearle al personal que los deseos, los sueños, proyectos, y planes que uno tiene (sea el nivel que sea) son lo más importante en la vida. Lo que debe presidir nuestra acción y llenar nuestros días. Siento joderles el cuento. No yo, Vronsky que tras conquistar a Anna Kareninna descubre que cumplir su deseo le ha dado “un grano de la montaña de felicidad que había esperado” y “la eterna equivocación de quienes esperan encontrar la felicidad en el cumplimiento de todos sus deseos”.


Para Shopenhauer, la vida oscila entre el aburrimiento (cumplir los deseos) y el dolor (no hacerlo). Byung Chul Han lo llama capitalismo de la emoción, desde el coaching a los anuncios del Corte Inglés todos nos convencen de que está en nuestras manos, es cuestión de rendir más.

Así no hay verdadera libertad, solo elección, deudas y petada cerebral por frustración. En la peli, la protagonista, no es spoiler sino tópico, gana y logra su deseo, que, por cierto, no es para ella, sino para los demás. Y quizá sea lo único salvable: para ser feliz, precisamente, no hay que pensar en nuestra felicidad.