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Sin casa Sin casa

Sin casa

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Javier Lizaga
Su padre tuvo un compañero ciego mientras estudiaba Magisterio. Se acostumbró a leer las lecciones para que se aprovechara, y nunca dejó ya de leer en alto. Le leía a Juan Mayorga, el niño, quien recuerda jugar a las chapas en el hospital de tuberculosos de Thomas Mann o en la mansión de Rebeca. “Mi padre lee en voz alta” es una declaración de amor, también a las palabras, del mejor dramaturgo actual.

Con la realidad ocurre al revés. Es olvidadiza, injusta y desagradecida. Un año después sigo sin saber cómo contar lo que ocurrió en la calle San Francisco.
El relato es tan estremecedor como debe ser escuchar crujir un edificio. Tan confuso que queda claro que cada uno hizo todo lo que pudo, y que eso evitó una tragedia mayor.

El argumento de alivio entonces sigue sonando a aviso latente. ¿Todos los inmuebles que amenazan ruina están ya vacíos? ¿A alguien le importa que media ciudad esté vacía?
El teatro murió de éxito, dice Pardo. Así critica a una realidad que se parece a un obra teatral. Todo lo que ocurre tiene su moraleja, y los sacrificados, como en misa, tendrán su premio. Y todos felices. “Confía en el futuro”, nos dicen.

En la calle San Francisco lo que hay es un agujero, edificios agrietados a los lados, 35 propietarios amenazados de otra ruina, la económica, y un barrio completo por reconstruir.
Para defender la imaginación, Pau Luque argumenta que es un juego serio, “como todo juego”.

Les invito, como método, a imaginar que esta mañana ya no pueden volver a casa. A su casa. Prueben. Donde dejaron el desayuno por acabar de recoger, la cama mal hecha, el libro que les regaló su madre, el reloj de su abuelo y un dibujo que pone “mi familia”.

Imaginen también cómo se sentirían un año después, sin saber qué pasó, qué pasará y sin casa. Piénselo en voz alta, como leía el padre de Juan. Para recordarlo.