La ley de la gravedad desobedece incluso al minutero, podríamos teorizar. La última vez que me crujió el tobillo, antes, literalmente, de besar el suelo, mediaron unos segundos larguísimos, cabía una encíclica, aunque prefieres hipotetizar sobre el porrazo venidero.
Puedo decir que vi caer la estructura más alta de Aragón, la chimenea de la Central de Andorra y que todo lo que recuerdo es el silencio.
Los idiotas (alguno con carrera de ingeniero), los curiosos, los técnicos y los periodistas fuimos superados por la magnitud, la grandeza, de lo que teníamos delante.
Yo tuve miedo. Cuando la chimenea se dio por vencida, pensé esos segundos eternos en qué pasaría cuando esos 343 metros de hormigón golpearan el suelo violentamente. Cualquiera que conozca la política y los pasillos de las Cortes hubiera deducido que no pasaría nada. Y así fue.
Apenas quedan en pie ya las calderas y el edificio de oficinas, donde otro yo entrevistó a Manuel Pizarro, entre opa y opa, cuando en Andorra se decidía la política energética de un país.
44 años después, no queda chimenea, pero hay cosas que no cambian. A pies juntillas hay quien sigue encomendándose.
En manos de Endesa quedan más de 1.800 megavatios (36 veces un parque común) y el futuro de una comarca, y, en parte, no nos engañemos, de una provincia.
Lejanos, simbólicos y dignos sonaron los abucheos de los vecinos que quisieron ver aquello. Ya cortaron las vías frente a antidisturbios y avisaron de que se iba a la mierda.
Sigo sin saber si la chimenea tenía que seguir en pie. Endesa repetía cifras elevadísimas (300 mil euros al año de mantenimiento).
Los expertos mientras negaban: ¿Cuánto cuesta mantener la pilastra de un puente? Nada vale lo que los recuerdos de los trabajadores.
Lo más triste para mí no ha sido verla caer, sino que nos hayan quitado hasta el debate.