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Reyes Reyes
Bykofoto/Antonio García

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Javier Lizaga
Ha vuelto antes Trump que el Torico a su pedestal, y, de oca a oca, casilla 2025. No son las uvas, sino la burocracia la que te descubre el cambio de año. Lo importante socialmente, decía Debord, es una sucesión de instantes, por ejemplo, de ese hombre que habla solo, como bautizó Boyero al Rey, a la estampita de Lalachus, que como los penaltis que no son, solo alimenta a los fanáticos. 

A pesar de los pequeños desajustes: “creo que lleva peluca”, me dijo mi hija de un Baltasar que sacaban en las noticias, me maravilla el esfuerzo colectivo por mentir. Aunque papas noeles en parapente o tirolina o pajes que recogen las cartas ¡el día antes? nos hagan repetir que los niños son niños, pero no gilipollas.

Este año mi Navidad ha incluido pasar por un tanatorio. “Tiene que ser jodido, para su mujer, darse cuenta de que ella se hace mayor, de que se va a morir”, dijo alguien. La diferencia está, pensé, no en morirse, sino en darle un sentido a esto. Como esas historias que empiezan contando el final. 

El escritor Javier Peña defiende con Tinta invisible (librazo) que somos historias, y mezcla literatura y los últimos días que pasó con su padre. No hablaban, dice, de Dios, ni de la muerte ni del más allá, sino de historias para sonreír.

Descubrí que daban la cabalgata por televisión en casa de mi abuela, que, ya mayor, siempre la tenía puesta, supongo que un poco porque le hiciera compañía, un poco por curiosidad. Amar, e incluso vivir, tiene algo de engaño, una eternidad que no es. ¿Y qué? 

La Navidad nos recuerda nuestra capacidad para ilusionarnos, para ser generosos, para compartir. Un “todo podría ser de otro modo”. 

Relata Javier Peña que Fernando Pessoa escuchó en un café a un hombre narrar muertes y penas que había sufrido su familia y decir, al final, “la vida es así, pero yo no estoy de acuerdo”. 

No es mentir, es imaginar. Convencernos de que seguramente la magia no existe, ni los Reyes son quienes parecen.