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Principitos

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Javier Lizaga

“Los jóvenes pensáis que sólo vosotros tenéis problemas”, le suelta un Harrison Ford (como psicólogo de 70 años) a una joven de 17 en la serie Terapia sin filtro. Es el cambio sociológico más importante de los últimos 40 años. Nadie quiere complicaciones, o, dicho de otro modo, todo el mundo cree tenerlas.

Cuando pensábamos que Disney nos iba joder entre tanta misoginia, islamofobia y maniqueísmo, y, realmente, la putada era el síndrome principito.

Cuando había problemas de verdad, hace 40 años, el modus operandi era infalible. El principal argumentario de felicidad de esas conversaciones de cola del súper eran las penurias ajenas: la preñez involuntaria de la hija de y la ruina del marido de la Rosi. Las propias no parecían tanto, aunque el pan siguiera duro al volver a casa.

Hoy vivimos en los “estados del malestar”, los bautiza José Luis Pardo, por oposición a ese estado del bienestar que ya no interesa a nadie, sustituido por estados de excepción. Ya no se trata de que todos tengamos mejor seguridad, sanidad o paro, sino de que no me jodan a mí lo bien que estoy, que para eso me lo he currado. Y a poner alarmas.

Un buen ejemplo de estos nuevos tiempos son los políticos. Los pobrecillos ya no pueden ni expresar sus opiniones. Faltan folios para firmar cuando se presenta un proyecto, y cuando se tuerce como Canal Roya (60 mil firmas en contra y municipios en contra) lo más importante es que no te carguen el muerto. Nada de compartir miserias, el chistagram petao de bulerías.

John Stuart Mill se preguntó si le haría feliz que se cumplieran todas sus metas en un instante. Definitivamente, no.

Su paradoja del egoísmo viene a decir que es mejor preocuparse por cosas más allá de uno mismo, por si acaso, para tener algún motivo de felicidad.

Entre penas ajenas, principitos, y tanto objetivo, a veces, dice Kieran Setiya, nos olvidamos simplemente de vivir.