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Javier Lizaga
El mejor en Asterix en Hispania es Pepe, un niño, hijo de Sopalajo y Arrierez, que ante la mínima contrariedad exhala un “me enfado y no respiro”. Se pone colorao como un tomate rosa de Híjar y consigue lo que quiere. Pepe es un crack. Media clase política tira de esa estrategia y, de paso, hacen más sencillo encabronarte que entender el mundo que nos rodea. 

Da igual si hablamos de Venezuela, la llegada de 100 migrantes que huyen de la guerra a Mora de Rubielos, la falta de profesores, el próximo hospital o la guerra de las Galaxias. De los argumentos hemos pasado a la demagogia, se miente con cifras y las declaraciones parecen chistes de Chiquito de la Calzada, pero sin gracia. 

Cada partido a su trinchera, cada uno propone lo contrario, se lleva las manos a la cabeza y si alcanza el poder, como le ocurrió a la antieuropeísta Meloni, mira para otro lado y preside lo que sea. 

El invento no es español, Trump aún niega haber perdido las elecciones, como hay quien piensa que el covid era un constipao. En Estados Unidos hablan ya de la polarización afectiva, que consiste en afirmar que los seguidores del otro partido son egoístas, hipócritas y de mente cerrada. Hay que odiarlos en lugar de escucharles. 

Como dice Brendan Nyham, a más información, menos polarización. La verdadera división se da entre quienes siguen las noticias y los que no, sostiene Yanna Krupnikov. 

Debajo de la polarización late la sencillez. Más fácil dictar a los míos (posesivo) lo que tienen que pensar, que convencerles. Son mis ovejas, aunque sean modorras. Con perspectiva recuerdo el gesto de Luna, una voluntaria que consoló con un abrazo a un migrante que acababa de llegar en patera. Recuerdo todos los insultos que vinieron después. Como dice Pau Luque, los hechos más sañudos no necesitan malos sentimientos, sino de la convicción absoluta de que uno tiene razón.