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Poder perder Poder perder

Poder perder

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Javier Lizaga

La ética del deporte se resume en la pedagogía de una pared. Devuelves la bola, mientras, en el fondo, esperas el fallo del ladrillo, con la misma fe ciega con la que los currelas hacen la bonoloto.

Un balón botando me pareció una invitación a un mate que levantaría al personal, lo que le siguió fue el crujido de mi tobillo al saltar sobre el pie torcido. Recuerdo el sonido seco y el rato solo, retorcido de dolor. No había nadie más, no tendría ni 12 años. Maradona contaba que, cuando le echaron del mundial de Estados Unidos, Redondo le dijo: “yo te buscaba y no te podía encontrar”.

Cualquiera diría que el deporte no es mi fuerte. Ahora los padres se quejan de que no ponen a sus hijos, a mí no me dejaron ni apuntarme al equipo de fútbol.

Juré amar el voleibol desde la cuna y me sumé a un equipo que sólo ganó un trofeo y porque los otros no se presentaron. “Había perdido oportunidades, pero eran mis oportunidades” le contó Nadal a Carlin que sentía cuando iba abajo en el quinto set de Wimbledon en 2008.

Llevo siete días durmiendo mal, reconociendo dolores nuevos, miedos viejos. A veces, es difícil explicar a los que te rodean para qué con cuarenta y pico tacos uno decide joderse a comer sano, se levanta a las 5 de la mañana para correr o le cuenta intimidades a un cardiólogo.

“Qué loco como el miedo nos define tanto”, apostilla Leiva, cuyos axiomas sigo a rajatabla.

Escribo todo esto mientras hago la maleta para irme a La Palma y correr durante horas. Ni siquiera creo que tenga el menor mérito.

Cualquiera escribiría esto después. Sin embargo, el verdadero lujo es poder perder. Asumir los miedos, las limitaciones, y a partir de ahí, vivir, jugar, correr, como si fuera irrepetible.

Confundir vida y deporte, y, secretamente, seguir pensando que se puede ganar.