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Orquestas y veraneantes Orquestas y veraneantes

Orquestas y veraneantes

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Javier Lizaga
Cuando acabe agosto habrá desaparecido media España. Se guarda en cocheras, aquí no hay trasteros, algún granero, junto a unos sacos que no se sabe quién dejó ahí, unas herramientas, unas macetas y alguna bici vieja. Es la España que organizan los quintos, que visto cómo está el país, podríamos probar a mandarlos a Madrid. La del frontón, la procesión, y después el vermú. Tienen botes de tomate al baño maría (como para una guerra), huerto y decencia, quiero decir orquestas, en lugar de DJs.

Por unos días, dicha Ínsula Barataria viene habitada por personas de baja catadura moral, veraneantes, vamos. Los que salimos a correr, incluso por donde cazan la codorniz, que joder hay que señalizarlo.  O, incluso, dudamos de la cadena de frío de las salchichas de la Peña. Hay casos extremos que reclaman zona azul o más farolas. En Galicia los llaman Fodechinchos (roba jureles): en las lonjas los pescadores ofrecían, hace años, a los curiosos una cata del pescado barato, hasta que abusando de la hospitalidad se plantaron con cubos de playa todos los días. Lo cuenta la ilustre Patricia Gosálvez. 

La madre gallega de una amiga se gana la vida explicando en Canadá como se hace la leche frita. Entre la tontuna y el rencor, acabaremos pagando un tour turístico para comer un buen potaje, si es que no lo hay ya. “Póngame dos pollos iguales”, pidió una forana delante de mí en la carnicería. “El huevo ha salido de la misma gallina”, le espetó gracioso el carnicero. 

Escribió Ricardo Piglia que lo maravilloso de la infancia es que todo es real. La vida adulta una ficción. En unas semanas unos volverán a sus atascos, los otros a ver si aguanta la escuela otro año. 

Las dos Españas se darán la espalda sin entenderse.  En unos días, una España se quedará sin gente, la otra sin alma. Algún rato para distraerse seguro que piensan en lo bien que se lo pasaron en agosto.