Supongo que soy un mal ciudadano. No quiero realizarme, como si fuera una manualidad. No me trago eso de la autogestión, la autonomía y la flexibilidad en el trabajo. Solo he asistido a una clase con un coach y le dije que si quería motivarnos que repartieran los beneficios de la empresa.
Espero que no lo comenten, ni siquiera comulgo con la cultura de mi empresa, y resilente me suena a impertinente niño Vicente.
La felicidad mola. Lo primero es presentarse de manera positiva (me gusta escribir) luego se trata de reconocer que uno no es feliz (solo hay que ver el mundo) y a partir de ahí hay que querer ser feliz.
Autogestión emocional (mira el lado bueno de las cosas, o, por lo menos, empieza poniendo fotos de amaneceres en wasap), autenticidad (pon fotos guays en redes, véndete, como Georgina) y florecimiento personal (suena a capullo, pero en psicología positiva se dice ser incompleto).
En Happycracia, Edgar Cabanas y Eva Illouz desmontan eso de que ser feliz sea la nueva normalidad.
Para ellos, es un cuento chino de las empresas para involucrar a los trabajadores, mientras les hacen contratos de mierda.
Una fuente, en general, de ansiedad, que parece obligarnos a ser perfectos. Y, sobre todo, bajo el “todo depende de ti” se esconde un maldito impulso conservador que quita responsabilidad a todo lo que nos rodea y hace que no lo cambiemos, ni lo intentemos.
No quiero ser feliz. Prefiero sentir miedo, a lo desconocido, la satisfacción, después de haber ayudado a alguien, el cansancio, después de un día de curro, el hartazgo, después de otro día de curro, la curiosidad de un niño, siempre, las ganas de bailar, la paciencia de callar, la ilusión por provocar una sonrisa en la cara de los que quiero.
Antes, al menos, queríamos cambiar el mundo, aunque sospechábamos que era imposible, ahora quieren ser cada día más felices, y encima están convencidos.