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Javier Lizaga
Dediqué durante 4 años hasta el último resquicio y una tesis al deporte, porque habla de la vida. Nadal sería la enciclopedia francesa, la Ilustración. Mi generación llevamos más años con Rafa que con nuestras parejas. Recuerdo ir cambiando de canal, ir relatando a mis padres que Federer y Nadal llevaban desde el mediodía jugando, era 2008. Y los partidos del siglo, como las cosas que te cambian la vida, llegan sin avisar.

“Si he cometido un error en el punto anterior, lo olvido; si se insinúa en el fondo de mi cabeza la idea de la victoria la reprimo”, lo cuenta en su biografía. ¿Qué pasaría si viviéramos como compite Rafa? El peor error no nos pesaría. Vivir con el atrevimiento de un universitario, como si todo estuviera por hacer, pero sin apreciar ni uno de nuestros logros, con la modestia del que se despide. 

Los estúpidos contarán el palmarés. Error, no es el qué, es el cómo. Rafa nos ha enseñado a ganar, algo mucho más difícil que aprender a perder. Perder acomoda, “hice lo que pude”. Ganar es una espiral que te aleja de los demás y de ti mismo. Toni Nadal, el duro entrenador que lo forjó, explica que el problema es que los hijos han pasado a ser el centro de atención. Se invierte tanto esfuerzo, asevera, en potenciar su autoestima que se sienten especiales por sí mismos. “No entienden que la gente no es especial por ser quien es, sino por hacer lo que hace”. 

Corretja recordaba que durante 20 años Nadal ha jugado en pistas buenas y malas, horarios buenos y malos, días buenos y malos, y siempre ha salido a ganar. Pongan lo que quieran: abrir una tienda, ponerte el uniforme o empezar una clase, qué difícil, salir así cada día. “La mayor parte del tiempo siento dolor cuando juego” dejó escrito Nadal en 2011. Su tío Toni siempre se la devuelve: “tienes que elegir: aguantar o rendirte”. Nadal siempre eligió aguantar. Y esa es la verdadera victoria. La que uno juega consigo mismo cada día. La vida.