En los peores antros encuentras, a veces, a la mejor gente, y en las cartas a la directora, las noticias más interesantes. Ayer una señora relataba cómo la nieta del difunto, ya olvidado por la señora, le llamó para el funeral. Él había pedido que lo enterraran con una foto de ella y con la música de Perdóname, del Dúo Dinámico. “Un amor tan antiguo, el primero. Me gustaría creer que hay otra vida”, es todo lo que ella aclara. La maniobra de tan desesperada, al borde del absurdo (¿para qué decir te amo cuando estás muerto?), es maravillosamente inteligente.
Pensé en Martín Santomé. Ese funcionario de novela a punto de jubilar, a punto de gritar ante la visión repetida del calendario de la oficina, cansado de la misma pared. Ese mendigo borracho que nos grita a todos y a Santomé: “¿Sabes lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”.
Su mundo, al borde de la muerte, cambia al enamorarse de la joven Avellaneda. Pero a quien humilla Benedetti es a nosotros y a nuestra cobardía.
Porque el amor y la muerte son lo único irremediable, como las fiestas de guardar, solo queda elegir traje y actitud. Me imagino a nuestro finado recitando a Neruda: “Para que tú me oigas, mis palabras se adelgazan a veces…” Yo tampoco le dije nada a mi compañera de pupitre, a mi primer amor.
“Te prefiero como amigo”, dijo, e inauguró la era de la autoayuda.
Como buen fracasado aprendí, esta vez, que un mundo cabe en una sonrisa. Por eso entiendo al difunto, no cabe respuesta a un te quiero póstumo.
Ahora leo a CJ Hauser, en lugar de a Benedetti, que asegura que el amor es obtuso, pero se sobrevive por voluntad.
No es que el difunto no quiera respuesta, es que le da igual. Como si demostrara que la revolución sigue siendo amar. Por un segundo, por vivir, porque, sencillamente, el mundo sería mejor si recordásemos a quienes nos aman y olvidáramos a los que nos odian.