Había que esperar a que no pasaran coches, cada equipo en una acera, y apuntar bien. A media altura. Para que no hubiera una desgracia. No sé muy bien quién tuvo la idea, pero la guerra de piedras se repetía entre semana o en domingo, siempre al salir de catequesis. El primer herido decretaba el armisticio, y mientras se buscaba la herida, pensabas que te habías librado otra vez, como si salieras de la trinchera.
Ya no quedan ni las piedras. Ahora es una plaza peatonal, que hubiéramos trillao si hubiera existido. De esas con bolardos redondos (su uso está por descubrir) y coches mal aparcados. Las aceras de mi barrio ahora son más anchas y hasta han puesto un parque, con gravilla, dos cacharros y malas hierbas. Hemos perdido servicios (había más bares y alguna tienda) pero sigue siendo uno de los mejor equipados: psiquiátrico, río, tren y cárcel. Siempre me gustaba pensar que en caso de delinquir volvería allí.
Ahora vuelvo, pero a recoger a mis hijos de casa de sus abuelos. Piglia asegura que los recuerdos son la cicatriz que dejan, no lo que contienen. Esto es, baila el hecho, se marca a fuego el sentimiento. Mi barrio me da pena. Ni una puerta abierta, ni un niño jugando. Solo han crecido los coches aparcados. Recordé entonces cómo mueren nuestros pueblos: de egoísmo (casas que ni se venden, ni se arreglan), de viejos (negocios que cierran) y tontuna (frontones vacíos). Y no sólo sucede en los pueblos.
En mi barrio hay una fuente centenaria, diez años estuvo inservible por unas obras. Como tiene menos fans que el Torico nadie dijo ni mu. Ahora, cuando ya los vecinos pasan de ella, la están restaurando. Es un buen resumen. Algo falla cuando los parques llegan cuando ya no hay niños, en rincones (¿qué otra cosa hacemos ahí?) y se echan de menos las tiendas que han cerrado. Necesitamos YA las ciudades del futuro: verdes, para recorrer en bici, accesibles, sostenibles. Y no son palabras vacías. Es echarle valor, y no esperar 20 años para hacer la reforma cuando ya nadie se queje, pero porque no queda nadie.