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Marcharse

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Javier Lizaga
Aún me encuentro domingos por la tarde como un billete perdido. Como una tarde de piscina en septiembre. Por oposición, recuerdo el silencio y las prisas: si haces las maletas rápido no cabe la tristeza.

Al principio me bajaban al tren, siempre tan maniqueo, o aquí, o allí. Ni siquiera recuerdo muy bien qué hacía en esas tres horas de viaje. Era un agujero en el tiempo. Innegable, como su ley, si querías estudiar tenías que marcharte.

Hay 16 investigadores aquí y podría haber 50, sentenció el director de la Fundación Dinópolis en una rueda de prensa este lunes, como si fuera una más de las evidencias del último trabajo. En grupo se marchan mecánicos y técnicos (los últimos a Holanda) que trabajan (o trabajaban) en el aeropuerto, ése del que nunca nadie dice nada malo.

El domingo hay manifa porque de los dos ambulatorios, uno está sin pediatra, ni uno. Pueden explicar la experiencia los vecinos de Alfambra, Cedrillas, Villel, Cantavieja, Mosqueruela, Sarrión, Mora, Utrillas y Aliaga. Sí, todos ellos sin médico para los niños.

La ciudad es un cementerio en la superficie hermoso, pero bajo esa superficie en realidad horrible, de fantasías y deseos, dice Thomas Bernhard en sus Relatos autobiográficos. El problema de la pregunta ¿por qué se marchan?, es que no la podemos responder quienes nos quedamos.

Podemos sospechar que faltan dineros, ganas y posibilidades de progresar. Estamos tan de acuerdo en que no todo es Madrid como en que hay mucho por mejorar.

Para Kundera, la levedad de nuestras vidas (La insoportable levedad del ser) es positiva. Saber que desaparecerán les quita gravedad y, a nosotros, responsabilidad. Lo insoportable sería vivir lo mismo una y otra vez, clavados, dice, en la eternidad como Jesucristo en la cruz. Un bucle como el de los que se siguen marchando. Aunque, como siempre, la responsabilidad no es de nadie, o eso dicen.