Da igual las veces que lo anuncien, la migraña que te ponen los del tiempo e, inclusive, el preludio de cenas y eventos. La navidad siempre te pilla a contrapié. De niño suena a ritmo caribeño, de padre solo corres. Perteneces a esa minoría que unicamente se da por aludida cuando suena la lotería. Ésa que te ponía tu madre a apuntar en un papel, que ríete del elfo que le llevé las cuentas a Papa Noel.
Encendían las luces sin aviso, no había festivales infantiles, ni turrón de sabores, Papa Noel no me traía ni calcetines y, aun así, tenía su aquel.
La Nochebuena no estaba mal. El Rey marcaba el inicio del guiñote con mi abuelo. De menú, cardo y luego anguila, y marisco, cosas tan raras que no sabías si estaban malas o es que no tenías el cuerpo hecho.
Era tradición llegar tarde a misa, donde como extra, se besaba la rodilla del niño Jesús en fila india, algo que seguro nos ha hecho inmunes al covid.
Pero lo que hacía especial la navidad eran las gambas. Me explico. De niño era el único día de vermú con bar y gambas.
Recién hechas, rojas como Pablo Iglesias, el de verdad, y con ajos rustidos. Vida de millonario por un día. Incluso, años después, ya de plumilla, era la única jornada del Isavis, el de Juancarlos y Vicente, que se servían gambas.
Frías y enanas, pero era un privilegio. Solo había para los clientes habituales. Si estabas allí no eras millonario, eras del puto G7.
Esta navidad se ha vuelto ahora, de felicidad por obligación, como a diario, pero a lo loco.
Tan excesivo como los gastos que parecen de cumplimiento sagrado. Como si la felicidad se pudiera comprar, y como dice Bauman, sube el PIB, pero no somos más felices.
Pasa también que empieza uno a echar de menos a quienes no estarán, al menos, físicamente. Entre tanto de todo, esas gambas siguen siendo un símbolo. El de que felices o no, hay que sentirse afortunado, y solo eso, ya merece un brindis.