En 2018 Melania Trump visitó en la frontera a un grupo de niños que habían sido separados de sus padres, impresa en su chaqueta iba la frase “I don´t really care, do you?” (“No me importa, ¿a ti?”). Mazón y Sánchez lo llevaban el domingo escrito en la frente. Dispuestos a otra ceremonia de la compasión. Un abrazo, las víctimas vuelven a su pobreza, como canta Serrat, y los políticos tapan sus miserias, y, en el ambiente queda que “esto servirá para algo”.
¿Qué falló? La credibilidad, la oportunidad y la empatía. Alguien aplicó mal el calco: visita a los tres, cuatro días del desastre. No pensó que los muertos siguen enterrados, que no se puede abrazar a quien no sabe aún cuánto ha perdido. No quiere compasión, sino ayuda. No hay imagen más potente que la de una reina llorando de frustración. Al igual que el amor, la incomprensión, lo saben las parejas, es mutua.
Benjamin decía que la fotografía iluminaba, quizá por eso nos queman los ojos. Con lo bien que suelen disfrutarse las tragedias desde el sofá, bien calentitos. Lo hemos visto todo, y la sensación de no saber nada. ¿Para qué tantas horas de televisión recreándose en el dolor, en la pérdida, en la desesperación? La incomunicación, el estereotipo, el espectáculo están en la base del fascismo, lo dice el valenciano Antonio Méndez.
Cuando Paxton relata los inicios del fascismo no cita a Hitler sino a un librero que ante la miseria y los cristales rotos de los trenes se refugia en las promesas fascistas. El ministro justifica que estaba preparado, como si organizarse para matar rebajase en lugar de empeorarlo. Gracioso que fuera el Rey quien tuviera que recordarnos que “es una democracia”. Butler tras el 11M acuñó el término “víctimas llorables” para evidenciar que EEUU estaba en shock por sus muertos, mientras ignoraba otros miles en otros lugares. Una amiga me dijo lo que más resuena en mi cabeza: “es que era un día normal”. Era lo único normal.