Fue justo el momento en que saqué la tarta, con la vela dudando, y entoné malamente el cumpleaños feliz. La familia, como debe ser, fuimos un coro desafinado, y apenas fue ese instante: el que tardó mi hija en coger aire, yo a gritar “pide un deseo”, y ella a soplar. El protocolo, supongo que fue tan exacto, que por eso me trasladó, es lo que tiene la música, a mis cumpleaños sobre la rejilla del lavadero de coches. Había que estar a cubierto porque siempre llovía.
Se celebraban con chuletas a la brasa y a mesa corrida, como las bodas. A un extremo los abuelos, con sus rollos, al otro, los chavales, dos o tres, la mayoría vecinos y mi primo, cuyas sillas quemaban y donde se pedía que llegara ya la tarta, o incluso una bula papal para ir a jugar y volver, cuando la tarta hiciera presencia, sin lavar las manos. Recuerdo poco, solo soplar con fuerza y ese instante de felicidad. Ahora hace años que pido lo mismo.
Este año el cumple de mi hija ha diluviado. Hay quien llegó tarde, no se pudo hacer la guerra de globos, ni lo de pasarse agua con barreños, y hasta hubo que posponer el piscineo. Se nos olvidó sacar las pajitas y hasta las servilletas. Un poco más y hasta nos dejamos los regalos. Sin embargo, si le preguntas para ella todo fue perfecto. Apenas recuerdo una camiseta con el nueve de Hugo Sánchez, un balón,… defendería ante jurado que los míos también fueron grandes eventos.
Dice Iñigo Domínguez que hay algo así como una corriente subterránea que viene de los anteriores veranos, y reaparece para conectarte con ellos. Es entonces cuando te preguntas cómo has podido cambiar tanto, dejar de hacer cosas o incluso olvidarlas, como simplemente caminar descalzo o jugar sin tiempo. Ayer hicimos una foto todos juntos, yo creo que fue para recordar que lo imperfecto es, a veces, lo más perfecto que tenemos. Y que además hay que celebrarlo cada año.