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La boda La boda
EFE

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Javier Lizaga
Tenemos que suponer que el amor, como las meigas, existe, aunque, ni se toque, ni se huela, ni se vea, como dice Minimoni, la protagonista de un cuento infantil que se pregunta si es amor lo que siente por unos spaghetti con tomate, yo también suelo pensarlo. Sea lo que sea, uno debería evitar que haya testigos, complican cualquier juicio. Por eso, una boda es ya un acto contrario a la lógica, y como tal, me gusta.

Este sábado nos citaron dos amigos. Íbamos preparados para un par de tequieros sin importancia, pero fue mejor. La confesión incluyó admiración entre hermanos, no hay compinches así ni en la cárcel. Supimos de padres ejemplares, de los que se quieren y te dejan estar (solo los errores te enseñan a volar). Hasta supimos que son los últimos en salir de los grupos de wasap, me emocioné, lo admito. Hubo delaciones, incluso, y uno de ellos admitió que, como santo Tomás, había negado tres veces, y ante sus amigas, que viviría en Teruel. ¿Es amor o no?

“Mi Dios, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal”, reza el grafiti del beso más famoso, el de Brezhnev y Honecker en el muro de Berlín. Me gustó que sus peticiones incluyeran sobrevivir a ver cinco veces el mismo capítulo, porque el otro se ha vuelto a dormir, y también dejar el frasco de colonia en su sitio y aprender a dejarse ganar. Al amor hay que sobrevivirlo. Como dice Leon Benavente, es un error, un trágico error, pensar que algún día se acaba el amor.

Apenas hubo más delitos, supimos de unos cuantos, prescritos, en pleno confinamiento. Lo que confirma que no nos volvimos locos, algunos un poco más cuerdos. Para celebrarlo nos pusimos purpurina y ni La habitación roja nos puso tristes, hemos aprendido de los festivales. Como dice el poeta, tras conseguir lo que uno quiere, sólo queda comprobar si fuimos sinceros con nosotros mismos. Carlos y Sebastián fueron sinceros con todos nosotros. Y, es verdad, nos casamos un poco más con ellos.