Siempre que vuelvo de un viaje tengo ganas de decir “fatal”, y disimular la sonrisa. La filósofa Marina Garcés afirma que se horroriza cada vez que escucha decir a un educador que sabe lo que los niños quieren y que sólo hay que darles las herramientas, para que lo lleven a cabo. Lo conocido es inercia. ¿No es mucho más divertido perseguir lo difícil? Bogart y Bergman nos avalan.
Me abruma esa gente que tiene todo tan claro, sabe de todo, opina de todo…yo todavía no sé lo que quiero ser. El mejor momento de un viaje es cuando uno se pregunta: ¿pero quien me mandaría a mí? Y asume, cual dogma de fe, que cierra la maleta y que falta algo. Garcés habla de la angustia del no saber. Pero para reivindicar que debemos aprender a no saber. Todo lo que creemos saber está cargado de ignorancias: prejuicios, secretos, intereses ocultos… Conocer nuestros límites es siempre un camino para llegar a conocer.
Está bien lo de ver iglesias o fotografiar plazas, recorrer supermercados y evitar comer donde recomiendan en interné. A veces, queda todo superado por bajar a tirar la basura, cruzar la calle y tener la impresión de que el vecino ha dudado si somos el nuevo inquilino. Sentirse por un segundo en otra vida, en otro lugar, sopesar las posibilidades y negarlas. Sabiendo lo jodido que sería. Garcés menciona a Sobrino, teologo de la liberación, que hablaba de la verdad que se muestra cuando miramos una realidad desde el punto de vista de los excluidos.
Lo peor de un viaje es que es imposible transmitirlo o hasta puede parecer estúpido intentarlo, ¿cómo se explica que hiciste un miles de kilómetros parar ver amanecer? La semana que viene ustedes y yo volveremos a fingir que nos ocupa la actualidad. Cuanto más conectados, más atados, resume Garcés, cuanto más adaptados, más crédulos. Cuando me preguntan para qué sirve la filosofía, casi nunca acierto a explicarlo bien. Tampoco tengo muy claro si son productivos los viajes. Aunque si la conciencia fuera ese lugar al que volvemos, como dice Garcés, pensar podría ser un ir y venir.