La tercera ley fundamental de la estupidez humana presupone que todos los seres humanos están incluidos en una de estas cuatro categorías: los incautos, los inteligentes, los malvados y los estúpidos. Lo enunció Carlo M. Cipolla y no querría ir contra la ciencia (y la evidencia), pero debo pedir que se incluya una nueva especie: los impostores.
No dudo que ya tienen a uno en mente, nos rodean. Medio estúpidos, pero con chulería, y aficionados al tik tok. Los hay de todas las edades, grupo social y formación, presidentes del gobierno o de su comunidad. Como dice la segunda ley, la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica.
Les une la ignorancia triunfal, el desprecio por el conocimiento y su ultra autovaloración, por ellos, se ven capacitados para pilotar un avión, aunque no saben montar en columpio.
Los hay por doquier. Periodistas que no saben redactar ni una nota de prensa, cocineros de tutorial, albañiles por castigo, empresarios por herencia, funcionarios con vocación de no trabajar, sindicalistas sin escrúpulos, jefes con el carisma de un bedel, directores generales por idiotas y serviles, camareros por desidia, impostores, en general. Saben más que nadie, miran por encima y no tienen ningún remilgo en despreciar lo que desempeñan. Lo despreciable son ellos.
Hay un abismo entre ser persona y serlo de verdad, dice Bauman, “o sea, tomar el control de nuestro destino”. Postureo ha pasado de palabra del año a modo de vida. El síndrome del impostor, que retrataba a una generación hiperformada y sin autoestima, ha virado en la esquizofrenia del farsante: todo lo puede, todo lo sabe. Si nunca reinó la inteligencia, que no gobierne la farsa.
Díganles que fracasar, como dice Zafra, no es no alcanzar el objetivo, sino dejar de amarlo. Quizá no saben qué es eso de amar, solo se quieren a sí mismos y pensarán que soy un estúpido. Ambos tenemos razón.
No dudo que ya tienen a uno en mente, nos rodean. Medio estúpidos, pero con chulería, y aficionados al tik tok. Los hay de todas las edades, grupo social y formación, presidentes del gobierno o de su comunidad. Como dice la segunda ley, la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica.
Les une la ignorancia triunfal, el desprecio por el conocimiento y su ultra autovaloración, por ellos, se ven capacitados para pilotar un avión, aunque no saben montar en columpio.
Los hay por doquier. Periodistas que no saben redactar ni una nota de prensa, cocineros de tutorial, albañiles por castigo, empresarios por herencia, funcionarios con vocación de no trabajar, sindicalistas sin escrúpulos, jefes con el carisma de un bedel, directores generales por idiotas y serviles, camareros por desidia, impostores, en general. Saben más que nadie, miran por encima y no tienen ningún remilgo en despreciar lo que desempeñan. Lo despreciable son ellos.
Hay un abismo entre ser persona y serlo de verdad, dice Bauman, “o sea, tomar el control de nuestro destino”. Postureo ha pasado de palabra del año a modo de vida. El síndrome del impostor, que retrataba a una generación hiperformada y sin autoestima, ha virado en la esquizofrenia del farsante: todo lo puede, todo lo sabe. Si nunca reinó la inteligencia, que no gobierne la farsa.
Díganles que fracasar, como dice Zafra, no es no alcanzar el objetivo, sino dejar de amarlo. Quizá no saben qué es eso de amar, solo se quieren a sí mismos y pensarán que soy un estúpido. Ambos tenemos razón.