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Hygge Hygge
Imagen de alexeyzhilkin en Freepik

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Javier Lizaga
Solo envidio a uno de esos adolescentes, sin móvil, aburrido en uno de los escalones de un frontón, con la bici a sus pies, justo cuando se pregunta qué hace allí y piensa que es el peor verano de su vida. El colapso precede a la explosión. Lo peor no es que no ocurra nada, es que no dejen de ocurrir cosas y ni nos enteremos. No sé cómo explicarles lo mejor que he aprendido este verano.

Tres aviones, un vuelo perdido, tres trenes y una familia, destino: Copenhague. Me acojo a los tópicos. Efectivamente, Dinamarca es un país de rubios que visten colores pastel en una vida decorada por Ikea y con cafés aguados a 8 euros. El antónimo de Benidorm. Tan cívicos que hay parques infantiles por todas partes, baños públicos limpios, más zonas verdes que solares en España, calles relimpias, caminan por la derecha y hay carriles bici de cuatro metros. Vamos, la avenida Sagunto en unos meses, el despiporre. 

Este viaje no me dejó dormir un puñetero palabro: hygge. Por si no lo sabían Copenhague es oficialmente la ciudad más feliz del mundo y hygge sería el motivo, algo así como su manera de vivir. 

En la BBC y el NY Times esto lo traducen en casitas con velitas, llevar mallas en casa, leer frente a la chimenea, vino caliente (me niego) y bañarse en pelotas en un río bajo cero. ¿Cómo se puede ser feliz en un país con 4 horas de luz en invierno?

No tengo ni idea. A falta de certezas, volví a las cervezas (no muchas que son caras), y desde un banco y aunque soy más moreno que Sandokan observé familias jugando, otras tiradas en el césped merendando, hasta un cementerio convertido en parque (no veo mejor sitio para ir con la novia) y esquivé bicis bordeando el atropello. Me sonó a los partidos a goles con mi hermano que, ahora, echo a mi hijo, a un domingo de paella, una carrera por el monte con amigos o a este ratito que les escribo. Pero a ver qué cuento ahora en la oficina.