Acecha la Navidad y la certeza de que la vida no es una comedia romántica. Más bien, con texto de Albert Plá, encaramos el otro lado de la vida, más que bestia, cutre. En Teruel, el mercado es navideño y efímero, las luces rememoran, antes que el espíritu navideño, el del “puño preto” y los menús superan los 40 pavos, sin ave pero con cremas dignas de residencia de ancianos. El milagro, entre adultos con poca ilusión y menos ganas, y una pléyade de elfos, y pajes mal avenidos, es que alguien se crea que la Navidad es algo más que cuatro peluches con un exorcismo pendiente. Más que las luminarias habría que acordonar a unos cuantos.
Pero hay días que dan chispazo, como recién desenchufados. Lo notamos quienes el sábado escuchamos al violinista Alberto Navas confesar que este año empezó a tocar villancicos con bañador. El extremeño, nacionalizado turolense, te coge una canción popular y las bandas sonoras de John Williams parecen sencillotas. Cuando iba a preguntarle qué necesidad había de otro disco de villancicos, estaba ya terminando de decirme que todo es mucho más sencillo de lo que parece: una madre, un padre y un hijo o hija. Y no hablaba de navidad.
Trataba de explicar Kracauer hace un siglo la locura por el viaje y el baile. Frente a la monotonía, decía, el baile permite aprehender lo inmortal dentro de lo mortal. Ya no manda el reloj, en el baile, la temporalidad la marca el ritmo. Y esa temporalidad al margen la redondeó el domingo la Banda Santa Cecilia con su concierto de Navidad. Los adultos cantamos como niños, los pequeños se hicieron cargo de la situación. Todo por culpa de unos tipos desbarataos, requetefinos y casi divinos. Entre los músicos y la gente de Albishara apareció Miliki y caímos en la cuenta de que deberíamos convertir “payaso” en un cumplido. Lejos de pensar que sobran, faltan los de verdad.
Y así, a base de villancicos, con más ilusión que parafernalia, repetir el soniquete solo es confirmar que todo lo demás, incluido el que canta, ha cambiado. Aunque, eso sí, siga desafinando.