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Javier Lizaga

Te escuchaba con el mismo detenimiento que trabajaba la madera. Una máquina de oxígeno condicionaba sus pasos, por lo que sus historias de la guerra valían doble: prefería hablarte que respirar bien. La mente borra las apreturas y magnifica los detalles. Mi abuelo Martín fue y será, sobre todo, su taller. Donde, con suerte, le pillaba. Había que cruzar el corral, con las gallinas a la derecha y alguna perdiz enjaulada a la izquierda. Detrás estaba la guarida, de fábula. Los listones formaban una pared que acurrucaba un ventanuco. Al fondo, el tesoro. Un banco alargado, justo lo que uno podía abarcar y con tantas hendiduras como esas manos de carpintero. En el centro, herramientas o inventos, todavía no lo sé. Como las maderas que torneaba, desclavaba y volvía a emplear. Para un alérgico como yo, era zona tan prohibida como mágica. Entre serrín, y con el techo lleno de telarañas y canarios y cardelinas (su otro vicio era criarlos). Allí las cosas cobraban vida.

Me dejó decenas de historias y supongo que, sin quererlo, dos principios básicos. Perdimos la libertad, al tiempo que los oficios, cuando nuestras manos dejaron de aprender, para repetir. Ya lo hablaremos. Me dejó, sin saberlo, una evidencia: la felicidad se vive en presente, pero se explica en pasado. Todos queremos ser felices, pero solo sabemos, a ciencia cierta, cuando lo fuimos. Por eso “¿eres feliz?” no merece respuesta. No hay dinero que la compre, ni quien la asegure. Decenas de viajes, pueden quedar resumidos en la luz de un amanecer, años de amistad, en una frase de apoyo, o incluso tardes y tardes, en un lugar ya inexistente.

Formentera es uno de esos lugares. He visto empezar mayo allí, en una isla con locales cerrados (“estamos de vacaciones”) y calas desiertas. Solo el ruido de algún barco te despertaba del sueño, aunque los nativos matizaban “en verano aquí hay días de 1.500 frente a esta playa”. A veces, la felicidad es que todo esté en su sitio. Sin hordas de turistas que conviertan todo en un parque de atracciones, sin molinos que afeen nuestras montañas, a subasta para demostrar, a veces, lealtad política.  El error es pensar que, para que todo siga igual, no hay que tocar nada, al revés, hay que reinventarlo todo, como en ese banco de carpintero.