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Javier Lizaga

Lo cuenta la última encuesta del CIS (la ¿¡primera?! sobre la igualdad y estereotipos de género), el 44% de los hombres y 32% de las mujeres cree que “se ha ido tan lejos en la promoción de la igualdad de la mujer, que se está perjudicando a los hombres”.

Mis amigos canadienses se extrañaban este verano por el debate nacional sobre si España es, o no, un país racista.

“Si España es racista o no, lo tienen que decir quienes vienen aquí de otros países, no los españoles”. Importa tener una opinión, porque un problema ya sospechamos que tenemos.

Narciso no puede verse tal como es, ni conocer a los demás. Su reflejo se impone entre él y su mundo, entre él y él, se lo escribió Claude-Edmonde Magny a Jorge Semprún.

No es que Narciso no vea más allá de su napia, lo peor es que no se ve a él mismo, no intuye, por tanto, que es gilipollas. Si los debates electorales son soliloquios, en la calle, trinchera o discusión. Siglos que nadie pronuncia “es verdad, tienes razón”.

Todas las personas son respetables, todas las opiniones no. Por eso es difícil verse, pero fácil verlo en los demás.

El machismo no es un monstruo, sino una desigualdad sostenida. Llama la atención que Chimamanda Ngozi en Todos deberíamos ser feministas no da millones de cifras, habla de mujeres a quienes las revistas se empeñan en decirles cómo gustar y vestir, mujeres que no tienen que ser amenazadoras, si quieren progresar en la empresa.

¿Quiénes posponen su carrera, quiénes cuidan? Se trata, también lo dice el CIS, de que uno de cada cinco jóvenes de 15 a 29 piensa que la violencia de género no existe, es un “invento ideológico”.

No dice nada nuevo la encuesta, tan viejo, como difícil de asumir, que estamos rodeados de machismo.

Lo peor es que, sin preguntarlo, evidencia que nos falta además imaginación, y empatía, para ponernos en el lugar del otro.