Es una fotocopia mal hecha, los bordes doblados, oscurecida. Tuve que rebuscar en el cajón la carta al periódico de 2015 de Carlos, Chelete y María, padre, madre y hermana de Adri que murió por la anorexia con 15 años. “Acabamos de despedir a nuestra princesa…”. Me sigue pareciendo valiente, generosa, y una muestra de amor infinito. La guardé, empeñado como siempre estoy, en buscarle explicación a todo.
James Rhodes, el pianista violado de niño por sus propios profesores de colegio, me ayudó a entender que, a veces, no hay explicación. Rhodes, diagnosticado años después bipolar, autista, con síndrome de Tourette, depresión, anorexia, trastorno límite de personalidad e ideación suicida, relata sus varios intentos para matarse. El último, con las cuchillas preparadas, lo detuvo para bajar a despedirse de su hijo, de apenas unos meses. “¡Papá!” fue un argumento invencible. La manera de amar la música (y la vida) de Rhodes ha contagiado a analfabetos como yo.
Metidas en el libro de Rhodes encontré las preguntas de una charla de la Asociación de Salud Mental de Teruel, Asapme; “¿para qué sirve la tristeza?” era la primera. ¿Y el miedo? Sigo teniendo miedo a fracasar, a no cumplir las expectativas, a equivocarme. Quizá el mayor error sea callar. En la época del “entusiasmo inducido”, avisa Remedios Zafra, las miradas tecnológicas coexisten con las que nos acostumbran, sin pestañear, a una guerra allí o una catástrofe aquí. Todo es visible, todo es efímero.
En ese silencio se sumergen los suicidios, cada vez son más, en el viaducto, en Teruel. Quizá por cotidianos, quizá porque la norma periodística dice que es mejor no hablar, para que nadie lo imite. También me enseñaron a cuestionármelo todo. Los padres de Adri planteaban que igual que nosotros hemos creado enfermedades como la anorexia, no podemos ignorarlas y somos nosotros quienes debemos buscar soluciones. Sobre todo, no hagamos como que no pasa nada.