La imagen es la de una fila de vehículos parados, desasosegante como una cena con Puigdemont. El titular cuenta que a las 9:30 se volvió a cortar el domingo la carretera hacia Sierra Nevada, a 23 kilómetros de la estación de esquí. Los comentarios constatan la victoria de Trump: insultos a los domingueros, justicieros patrios heridos en su derecho de subir a un trozo de monte (que sigue siendo público), pelea entre si compran más bocatas los esquiadores o los domingueros e insultos, más.
Pero lo que llamó mi atención es que la benemérita sólo dejaba pasar a vecinos, dni en mano, o turistas, factura entre los dientes. Mi primera reacción, como cualquier persona de bien, fue “olé, que se jodan los domingueros”. Esa gente desorientada, “a ver lo que hay”, que se contentará con dos fotos desenfocadas para Maripuri y un menú en la gasolinera. He visto autobuses completos llegar a Valdelinares con gentes con bolsas de la compra, en zapatillas playeras y subir montaña arriba, no sé muy bien a qué, seguramente ellos tampoco.
Pero sigue sin convencerme: convertir el consumo en derecho de paso. Dejen paso a los que se van a dejar las perricas. Implica, si le damos la vuelta, gasten si quieren venir. Implica, esa sensación que dejan las ciudades de que cuesta dinero hasta respirar. Ese turismo de explotados de entre semana explotando en su tiempo de ocio, y que nos convierte en anfitriones, como dibuja Anna Pacheco. La primera fase del dominio de la economía sobre la vida fue la degradación del ser en tener, escribió Debord.
Sierra Nevada no está tan lejos de Valdelinares, de Albarracín en los puentes o Teruel en las Bodas. Ese turismo que genera claustrofobia y horror, y dos bandos: domingueros o billetera. Quizá sea, como dice Marina Garcés, esa idea de apocalipsis generalizado que nos lleva continuamente al “ahora o nunca, vamos”. Tan común, como la sensación innombrable de que esto es insostenible.