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Javier Lizaga

Quien no ha ido a Benidorm no ha estado de vacaciones. Lo nuestro fue un ritual. Gracias al Señor Mariano esbocé la ley general de decoración de apartamentos de playa con muebles viejunos. Comenzaba con una fregada preventiva que ríete de las medidas del covid. Solo compensado porque, ese día, se comían macarrones. No daba para más. De postre, una sandía que había venido en el maletero, como celebración de su salvación.

Ese año estrenábamos coche, un 309 que mi padre había reparado por completo porque había llegado con dos vueltas de campana. El dueño había preferido tirarlo que arreglarlo. No fuimos rencorosos y es el único coche cuya matrícula, 3907 de la F, me sé de memoria. A esa edad te sobra todo, hasta la memoria.

Al llegar, mi padre le ponía una funda, supuestamente para protegerlo de la humedad, aunque a partir de ahí era más difícil moverlo, a mi padre, que despegar el Apolo. Toda excentricidad se resumía a un perrito o una pizza en el bar que había estrictamente debajo del balcón de casa.

Solo hace falta decir que el Madrid lo entrenaba Benito Floro para entender que eran tiempos de estrecheces. El Marca era lectura obligada y se pillaba en el puesto de hinchables que había camino de la playa, a la vuelta de la esquina. La cercanía del súper y del kiosko subía una estrella al alojamiento. En este caso, había hasta mini golf con recreativos. Allí acudía cada día a las 3 con las doscientas pesetas que me subvencionaba mi padre para que no diera la brasa en la siesta, y aplazara mi lucha sindical contra ella.

Mi pequeña victoria fue llevar a ver a mi padre Batman returns. Creo que se durmió a mitad y solo resaltaba el asco que le dió Pingüino.

No recuerdo mucho más, solo que era feliz. Así, sin razón aparente, ni grandes logros. Quizá esa es la mejor enseñanza del verano, que yo recuerdo cada año. No hace falta mucho para ser feliz. O quizá sí.