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Aquellas pequeñas cosas Aquellas pequeñas cosas

Aquellas pequeñas cosas

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Javier Lizaga
En una competición por la trascendencia, pierdo. Suspenso en un examen de actualidad. Tampoco quiero competir por ser el más hipócrita entre los decentes “antierrejonianos” prefiero, si acaso, un NO a la guerra. Los informativos me dejan las palabras exhaustas. Maquillan con un “qué difícil decir nada” su hora diaria de diálogo y ni quieren salir al sol.

Serrat me hizo el viernes treinta años más joven. Cuando me compré su disco tenía que ir a casa de mi tía, en la mía no había reproductor. Me temblaba la mano como a la mujer de Joan Manuel el otro día. “Vengo de una familia humilde” y hasta aquí me ha traído “el impulso de los sueños”, dijo, y se escuchó arder dos ordenadores con Chat GPT. Y siguió desdiciendo a la Wikipedia: “soy una persona que se alegra mucho de la vida”. Cerró la alegoría con su credo, musitado por muchos: “creo en la tolerancia, el diálogo y la libertad”.

La mejor definición de poesía la encontré en una filosofa. Remedios Zafra confiesa que es lo que le hace “recuperar el brillo bajo el párpado”. “Y adviertes las quebradizas mezclas de órganos y deseo que son quienes como tú trabajan y piensan que viven, mientras gran parte del tiempo se desdibujan y drenan”. A los que hablamos con palabras prestadas, los poetas nos muestran cómo pagar la deuda. Nos conminan, como el maestro, a escribir claro y ser valientes. “El arroyo murmura bajo el hielo” nos recuerda un verso de Peter Handke.

Otro de mis poetas favoritos es don Joaquín, Sabina. Presentaba su última canción y, al unísono, anunciaba que le cambiará un verso al cantarla, y no sé si hablaba de la vida. Alabé que Serrat cerrara su discurso, búsquenlo, con “aquellas pequeñas cosas”, justo ahora que todavía invento cuentos, disfruto del desorden y voy haciendo acopio de pequeñas cosas a bolsillos llenos. 

Las canciones se agarran a la memoria sentimental, dice Sabina. Y nosotros nos agarramos a ellas. Prueben.En una competición por la trascendencia, pierdo. Suspenso en un examen de actualidad. Tampoco quiero competir por ser el más hipócrita entre los decentes “antierrejonianos” prefiero, si acaso, un NO a la guerra. Los informativos me dejan las palabras exhaustas. Maquillan con un “qué difícil decir nada” su hora diaria de diálogo y ni quieren salir al sol.

Serrat me hizo el viernes treinta años más joven. Cuando me compré su disco tenía que ir a casa de mi tía, en la mía no había reproductor. Me temblaba la mano como a la mujer de Joan Manuel el otro día. “Vengo de una familia humilde” y hasta aquí me ha traído “el impulso de los sueños”, dijo, y se escuchó arder dos ordenadores con Chat GPT. Y siguió desdiciendo a la Wikipedia: “soy una persona que se alegra mucho de la vida”. Cerró la alegoría con su credo, musitado por muchos: “creo en la tolerancia, el diálogo y la libertad”.

La mejor definición de poesía la encontré en una filosofa. Remedios Zafra confiesa que es lo que le hace “recuperar el brillo bajo el párpado”. “Y adviertes las quebradizas mezclas de órganos y deseo que son quienes como tú trabajan y piensan que viven, mientras gran parte del tiempo se desdibujan y drenan”. A los que hablamos con palabras prestadas, los poetas nos muestran cómo pagar la deuda. Nos conminan, como el maestro, a escribir claro y ser valientes. “El arroyo murmura bajo el hielo” nos recuerda un verso de Peter Handke.

Otro de mis poetas favoritos es don Joaquín, Sabina. Presentaba su última canción y, al unísono, anunciaba que le cambiará un verso al cantarla, y no sé si hablaba de la vida. Alabé que Serrat cerrara su discurso, búsquenlo, con “aquellas pequeñas cosas”, justo ahora que todavía invento cuentos, disfruto del desorden y voy haciendo acopio de pequeñas cosas a bolsillos llenos. 

Las canciones se agarran a la memoria sentimental, dice Sabina. Y nosotros nos agarramos a ellas. Prueben.