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Aprender a no saber Aprender a no saber
EFE

Aprender a no saber

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Javier Lizaga
Hasta 1984 nadie superó los cuatro oros de Jesse Owens en la olimpiadas nazis de Berlín. La mayor parte de biografías (la página oficial de París 2024, por ejemplo) silencia el relleno del caramelo: cuando volvió a EE. UU., no pudo entrar al hotel por la puerta principal, por ser negro. Después se ganó la vida como Dumbo, en su caso, corriendo contra caballos, perros y coches.

Biles escribió hace unos días: “Dejad de preguntarnos qué viene después de ganar una medalla”.

No hay mayor condena que ganar. Es una violencia mutua, la sociedad sobre ellos, ellos sobre nosotros. Son una verdad que hiere.

En un mundo donde el esfuerzo es secundario, todo es cuantificable y el sacrificio deja hueco a palabras como botox, sacarte partido o básicos de armario. Más estúpido es trasladarlos a nuestro día a día.

Los logros de Nadal o Maialen Chorraut solo certifican la desigualdad que negamos. La igualdad es una ficción (ante Dios, el contrato social…) y la primera mentira es la igualdad de oportunidades.

En Saber perder de Trueba, Diablo es un entrenador que abomina celebrar los goles feos. Mientras nos inculcan que solo vale lo perfecto, para mí, la imagen de las olimpiadas es la de Carolina Marín. No por compasión, viciada como la injusticia sobre vencedor.

El crujido de la rodilla de Carolina es silencio. Es lo que no queremos ver. Tan común una lesión como la muerte. Por eso, es sobreponerse a la realidad, haberlo dado todo, no poder ir más allá.

Tendría 13 años y no sé ni como me apunté a 15 días de bici. Volví exhausto, mi amigo David con neumonía. Una tarde reventé bajando las dos ruedas. Cuando me levanté, tras repetir “estoy bien”, me di cuenta de que la bici seguía rota, no iba a venir mi padre, ni nadie.

Aprendí a echar lejía a la lechuga, a temer a la tormenta y a estar solo. Como dice, Marina Garcés, “aprender a no saber” es el primer aprendizaje.