No es cómo aparecemos ante la cámara, es cómo representamos el mundo que nos rodea, lo que nos define. Lo dice el filósofo Walter Benjamin del cine, pero casi podríamos decirlo de cualquier cosa. No es lo que decimos, sino las palabras. Ni a quien amamos, sino el día a día. No importa tanto si somos barrenderos o alcaldes, sino cómo. Unos defraudarán, otros barrerán, sólo cuando los miren.
Obsesionados por si aparecemos con los pelos atusados, los ojos abiertos y la pose de Bosé, olvidamos que nos define más una foto hecha por nosotros que una de nuestra jeta.
Cuando Ángel J. Torres disparaba el obturador ya tenías los cables puestos, y sabías que cualquier alteración del pulso te delataba y retrataba. Sería faltarle al respeto presentarle sólo como fotógrafo.
Era uno de esos habitantes en extinción del Centro Histórico, tan importantes como los monumentos. Era un buen tipo al que había que preguntarle qué había cazado esa mañana. Entre biólogo que persigue mariposas y artista con contactos entre las musas.
De esas capturas de instantes mágicos sale el libro que han hecho 10 años después de su muerte Patxi Díaz y su hija Sara Torres, cuya herencia son teras y teras de fotos, ya verás cuando se entere Hacienda que eso no tributa.
En el libro salen paisajes de sitios preciosos, que dicen que es Teruel, ofrecen calles tropicales, rebaños de gente, curas vistos por un agnóstico, lugares tan comunes que se han perdido, como la Casa Rosa o, simplemente, gente feliz, que parece fácil.
Cuenta uno de sus amigos, Leo Tena, que un día le dijo “nos encontramos siempre haciendo fotos, podríamos juntarnos…”. De ahí salió una Sociedad Fotográfica que ha hecho fotogénica una provincia.
Decía Benjamin que “aura” es lo que provoca un atardecer. Mi foto favorita es la de un niño que ofrece la mano a una niña. A veces, basta un gesto para empezar a mover el mundo.