A Duchamp y al coleccionista Arensberg les unía un contrato: le entregaba un sueldo mensual, y el otro, a cambio, toda la obra que hiciera. Como no producía, ocioso, lo envió a París, tiempo que Duchamp pasó, efectivamente, viendo amigos y jugando al ajedrez.
Antes de volver, quiso llevarle algo. Entró en una farmacia y pidió al boticario que vaciara una ampolla de vidrio y la sellara de nuevo, vacía. Como Arensberg tenía de todo, le regalaba Aire de París.
La historia habla de la estupidez y la sensibilidad. De los que quieren comprar y de los que no se venden.
“Nadie va a decirme qué pintar, cuándo o cómo”, recuerda su hijo que profería orgulloso Agustín Alegre. Es tan jodida la libertad que exige antes, saber lo que uno quiere. La de verdad.
“Yo pinto porque me gusta” explicaba Alegre, y te contaba después que llegó de niño en tren, desde Santa Eulalia.
Medalla Nacional de Pintura, Medalla al mérito cultural de Aragón, Medalla de oro de la ciudad e insignia de oro de Bellas Artes de Valencia, donde estudió.
A Alegre le sobran las medallas y le falta un museo, y reconocimiento. Sus cuadros cuelgan en la Casa Real o la de Aute. Una de sus mejores obras está escondida a la vista de todos. Encima de donde uno pelea el certificado de residencia, en el ayuntamiento, están los Amantes de Alegre, y de Teruel.
Deberían ser de Alegre, porque él los encumbró antes que la ciudad, y porque detrás están las manos y caras de sus hijos, en quien se inspiró. Tan realista, que fue el primero en enseñarnos un Teruel desconocido, rojo arcilla y con claridad matutina.
Alegre aparcó una carrera fulgurante para cuidar en Teruel a su hija mayor, con autismo. Murió con 87 años el pasado 27 de abril, su hijo cuenta que llevaba días echando de menos los pinceles.
“Hay que vivir las cosas, verlas”, decía para explicarse, y, como la ampolla de Duchamp, nos deja en evidencia.
Antes de volver, quiso llevarle algo. Entró en una farmacia y pidió al boticario que vaciara una ampolla de vidrio y la sellara de nuevo, vacía. Como Arensberg tenía de todo, le regalaba Aire de París.
La historia habla de la estupidez y la sensibilidad. De los que quieren comprar y de los que no se venden.
“Nadie va a decirme qué pintar, cuándo o cómo”, recuerda su hijo que profería orgulloso Agustín Alegre. Es tan jodida la libertad que exige antes, saber lo que uno quiere. La de verdad.
“Yo pinto porque me gusta” explicaba Alegre, y te contaba después que llegó de niño en tren, desde Santa Eulalia.
Medalla Nacional de Pintura, Medalla al mérito cultural de Aragón, Medalla de oro de la ciudad e insignia de oro de Bellas Artes de Valencia, donde estudió.
A Alegre le sobran las medallas y le falta un museo, y reconocimiento. Sus cuadros cuelgan en la Casa Real o la de Aute. Una de sus mejores obras está escondida a la vista de todos. Encima de donde uno pelea el certificado de residencia, en el ayuntamiento, están los Amantes de Alegre, y de Teruel.
Deberían ser de Alegre, porque él los encumbró antes que la ciudad, y porque detrás están las manos y caras de sus hijos, en quien se inspiró. Tan realista, que fue el primero en enseñarnos un Teruel desconocido, rojo arcilla y con claridad matutina.
Alegre aparcó una carrera fulgurante para cuidar en Teruel a su hija mayor, con autismo. Murió con 87 años el pasado 27 de abril, su hijo cuenta que llevaba días echando de menos los pinceles.
“Hay que vivir las cosas, verlas”, decía para explicarse, y, como la ampolla de Duchamp, nos deja en evidencia.