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Aceras Aceras
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Javier Lizaga

Esto es una historia real. Aunque más que acreditarlo, como hacían los Coen al inicio de Fargo, hubiera que lamentarlo. Si Barthes le dedicó un libro al abuso ideológico que hay en lo evidente, bien podemos nosotros consagrar un momento a las aceras.

Cualquiera sabe que las obras públicas realmente son vallas electorales. Los obreros, las señales amarillas, las calles cortadas integran el espectáculo. A nadie le importa el resultado, lo destacable es la teatralidad, los ruidos y, sobre todo, el exceso.

La molestia y la duración de la obra debieran ser varias veces multiplicado el efecto.

Los obreros, tan estereotipados como personajes de la comedia italiana, han de parecer desaliñados, ineficientes, con cara de pocos amigos y barriga de buenos almuerzos.

Quizá no el Pritzker, pero las aceras de Teruel merecen una distinción. Amalgama de colores, una puede ser de diferente color y material que su hermana de enfrente.

En la Ronda, los ladrillos rojos  conviven con otra acera de cemento amarillo impreso y, debidamente, hecho una mierda. Las hay de piedra de rodeno (junto a la Catedral), o traída de la India (Ovalo) o simplemente baldosín deslizante y específico para romper caderas al mínimo hielo (avenida de Sagunto). Dan unidad los baldosines del centro que escupen agua, nunca los mismos, para gozo del viandante.

Requiere constancia, no se hace en una ni dos legislaturas, el hito de evitar cualquier intento de homogeneizar materiales o dimensiones.

Queda un último éxito: las aceras del mercado donde los baldosines para invidentes están dejados caer. Baldosas de puntos que mantienen a la persona ciega al borde de la acera y el atropello. Y esas líneas, que desaparecen y aparecen, y, entre tanto, marcan caminos directos hacia una pared. Más que una obra, lo que se acaba y pone a prueba es la paciencia. Circulen con cuidado.