Tras el espejismo de las luces navideñas, los brindis y los "felices años" forzados, llega la realidad como un mazazo: la vuelta a la rutina. No se trata solo de un simple cambio de calendario, sino también de un abismo emocional y social al que multitud de personas regresan en enero, un mes tan apasionante como una tensa reunión familiar.
Primero, la cuesta de enero. Ese clásico universal que nos recuerda que diciembre es el mes del derroche y enero el de los arrepentimientos. Regalos no deseados, cenas por doquier y viajes "instagrameables" dejan tras de sí una resaca económica solo superable por la deuda pública. Y luego, a hacer dieta y a pagar créditos con intereses.
Enero también deja a la vista un panorama social bastante inquietante. Mientras algunos hablan de aprovechar las rebajas, otros lidian con el dilema de elegir entre pagar la luz o comer algo que no sea pan duro. Por desgracia, las desigualdades no se toman vacaciones.
Como si eso no fuera suficiente, las tensiones políticas y la corrupción creciente nos regalan su toque de amargura para empezar el año. Promesas vacías, citaciones judiciales, golpes de pecho y la ya clásica telenovela de la polarización, son el preludio de otro año cargado de discusiones estériles, mientras la gente mira a la clase política con fastidio y resignación.
Si añadimos a este coctel la condena de la vuelta al trabajo, nos queda un espacio de tiempo para olvidar en cuanto lleguen las próximas vacaciones. El problema es que estamos ante el trimestre más largo en lo que a festivos se refiere. Así que toca apechugar y poner buena cara al jefe, esperando que esta sensación de vacío existencial pase pronto.
No tardaremos mucho en olvidar los buenos propósitos y daremos la espalda a esos mensajes de filosofía barata, diciendo que enero es una oportunidad para crecer. Pero bueno, antes de que nos queramos dar cuenta, mientras nos regodeamos en nuestras miserias, llegará el verano y los anuncios de turrón. Volverá diciembre y tropezaremos en las mismas piedras.