Uno de mis lemas es que, si la vida te da palos, fabrícate una mesa y súbete encima para ver mejor. O lo que es lo mismo, si la vida te da limones, no te hagas limonada... es mucho más divertido preparar un poco de tequila y sal. Ya sé que a veces me pongo filosófica, pero en esta ocasión solo quiero hablarles del sentido del humor.
Cuando la existencia es harto complicada, no hay mejor medicina que la risa, la ironía y el sarcasmo. Por eso en mi vida cotidiana, casi siempre estoy bromeando y advierto a quien me acaba de conocer que no me tome demasiado en serio.
Me gustan todos los tipos de humor y soy de las que opinan que el mismo no debería tener límites, a pesar de la era de los agraviados. De hecho, en algunas ocasiones, tengo amigos que sueltan chistes sobre mí en las redes sociales para hacerme reír (cosa que consiguen a menudo) y terminan recibiendo críticas de personas que se ofenden sin ser el objetivo del chascarrillo.
Esos amigos saben cómo me las gasto. Ellos mismos me han oído decir a menudo que necesito sentarme un rato porque me están matando los tacones. O que, en vez de ir a dar un paseo, vamos a hacer deportes de riesgo por la ciudad, como salto de escalón sin red, rafting en paso de cebra o escalada libre de acera. Y algunos todavía me recuerdan cuando me tuvieron que empujar en una silla de ruedas manual por estar averiada la eléctrica, e iba por la calle deseando feliz Navidad a todo el mundo.
Son pequeñas anécdotas que nos ayudan, a mí y a los míos, a destensar situaciones difíciles o dolorosas. La experiencia me ha enseñado que una buena carcajada no solo disipa los nubarrones, sino que te hace perder el miedo y te ayuda a sentirte parte de la manada, por muy diferentes que seáis tú y tus circunstancias. Es más grato darle la vuelta a la tortilla y mostrarte al mundo quitándole importancia a lo más grave de cada situación.
Llorar también lloro mucho, soy de sentimientos extremos. Pero no duden ni por un instante que, si hablan conmigo, prefiero un buen chiste a cualquier tipo de compasión.
Cuando la existencia es harto complicada, no hay mejor medicina que la risa, la ironía y el sarcasmo. Por eso en mi vida cotidiana, casi siempre estoy bromeando y advierto a quien me acaba de conocer que no me tome demasiado en serio.
Me gustan todos los tipos de humor y soy de las que opinan que el mismo no debería tener límites, a pesar de la era de los agraviados. De hecho, en algunas ocasiones, tengo amigos que sueltan chistes sobre mí en las redes sociales para hacerme reír (cosa que consiguen a menudo) y terminan recibiendo críticas de personas que se ofenden sin ser el objetivo del chascarrillo.
Esos amigos saben cómo me las gasto. Ellos mismos me han oído decir a menudo que necesito sentarme un rato porque me están matando los tacones. O que, en vez de ir a dar un paseo, vamos a hacer deportes de riesgo por la ciudad, como salto de escalón sin red, rafting en paso de cebra o escalada libre de acera. Y algunos todavía me recuerdan cuando me tuvieron que empujar en una silla de ruedas manual por estar averiada la eléctrica, e iba por la calle deseando feliz Navidad a todo el mundo.
Son pequeñas anécdotas que nos ayudan, a mí y a los míos, a destensar situaciones difíciles o dolorosas. La experiencia me ha enseñado que una buena carcajada no solo disipa los nubarrones, sino que te hace perder el miedo y te ayuda a sentirte parte de la manada, por muy diferentes que seáis tú y tus circunstancias. Es más grato darle la vuelta a la tortilla y mostrarte al mundo quitándole importancia a lo más grave de cada situación.
Llorar también lloro mucho, soy de sentimientos extremos. Pero no duden ni por un instante que, si hablan conmigo, prefiero un buen chiste a cualquier tipo de compasión.