En los últimos tiempos se está abordando el tema de la salud mental desde múltiples foros, poniendo nombre y cara a algo que nos atañe a todos. Porque sufrir una enfermedad es lo mismo que tener otras dolencias físicas, pero con menos medios. Además, la estigmatización social provoca que sintamos vergüenza si acudimos a un especialista en psicología o psiquiatría. Por eso, hoy quiero contar mi experiencia personal. No quiero dar lecciones de nada, aunque si estas pocas líneas pueden ayudar a alguien en un momento difícil de su vida, daré por buenos los cinco años que llevo escribiendo aquí.
Hace dos décadas tuve depresión. Había oído hablar vagamente de ello, pero cuando llegó no lo supe identificar. Una apatía generalizada y continuada me llevó al dolor en el pecho (ansiedad) para, posteriormente, tener durante meses la sensación de ser perseguida por una nube negra que iba a engullirme en cualquier momento. Cualquier obligación se me hacía un mundo y lo que las personas que me querían me decían, lo convertía en ataques imaginarios a mi persona.
Cuando mi médico de cabecera me insinuó lo que me podía pasar, me negué a ser medicada. Decidí ponerme en manos de una gran profesional de la psicología, que durante dos años me ayudó con terapia a gestionar mis emociones y mis frustraciones, y a aceptar que no se puede tener el control sobre todo lo que ocurre en la vida. Por fortuna, el nudo se fue deshaciendo y recuperé la normalidad.
Sin embargo, este monstruo nunca desaparece del todo. Lo tengo que mantener a raya, utilizando las herramientas que mi psicóloga me dio, y no sé si algún día recaeré. Esa es la razón por la que no me avergüenzo de contar mi historia y de reconocer que yo, que aparento tanta fortaleza, también pasé por este bache. Tuve la suerte de ser tratada a tiempo, de contar con el apoyo de mi familia y de no tener síntomas demasiado graves, pero no todo el mundo puede decir lo mismo. Las mejoras y las inversiones son necesarias, así como la concienciación social. Ojalá el cambio sea real muy pronto.
Hace dos décadas tuve depresión. Había oído hablar vagamente de ello, pero cuando llegó no lo supe identificar. Una apatía generalizada y continuada me llevó al dolor en el pecho (ansiedad) para, posteriormente, tener durante meses la sensación de ser perseguida por una nube negra que iba a engullirme en cualquier momento. Cualquier obligación se me hacía un mundo y lo que las personas que me querían me decían, lo convertía en ataques imaginarios a mi persona.
Cuando mi médico de cabecera me insinuó lo que me podía pasar, me negué a ser medicada. Decidí ponerme en manos de una gran profesional de la psicología, que durante dos años me ayudó con terapia a gestionar mis emociones y mis frustraciones, y a aceptar que no se puede tener el control sobre todo lo que ocurre en la vida. Por fortuna, el nudo se fue deshaciendo y recuperé la normalidad.
Sin embargo, este monstruo nunca desaparece del todo. Lo tengo que mantener a raya, utilizando las herramientas que mi psicóloga me dio, y no sé si algún día recaeré. Esa es la razón por la que no me avergüenzo de contar mi historia y de reconocer que yo, que aparento tanta fortaleza, también pasé por este bache. Tuve la suerte de ser tratada a tiempo, de contar con el apoyo de mi familia y de no tener síntomas demasiado graves, pero no todo el mundo puede decir lo mismo. Las mejoras y las inversiones son necesarias, así como la concienciación social. Ojalá el cambio sea real muy pronto.