Se me ocurren tantas expresiones para definir lo que siento con el desbloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que no soy capaz de decantarme por ninguna de ellas. La negociación ha sido más larga que un día sin pan, ha durado más que las obras del Pilar, se ha prolongado más que el parto de una burra, casi se acaba de construir la Sagrada Familia antes de que esto se resolviera... Pero, en definitiva, bien está lo que bien acaba.
El resultado tiene sus luces y sus sombras. Cinco años y medio con uno de los pilares más importantes de la democracia cojeando no ha beneficiado a nadie. El perjuicio es grande y el atasco aún mayor, y eso lo pagamos todos. Hemos sido la vergüenza de Europa, con demasiadas advertencias y amenazas por incumplir, no solo nuestra Constitución, sino también los Tratados que están por encima de ella. La actitud de los partidos que gobiernan nuestros destinos no ha sido solo electoralista, sino que se ha debido a un encabronamiento sin precedentes en nuestra historia reciente.
Lo bueno es que, en último término parece que se han dado cuenta, aunque de cara a la galería no lo reconozcan, que las alianzas con extremistas no nos llevan a ninguna parte. Cuando se llega a un pacto entre posturas tan dispares, el resultado no gusta a todo el mundo, pero, a pesar de ello, debemos felicitarnos por el acuerdo porque el Estado solo funciona de forma correcta si sus instituciones lo hacen al unísono, igual que un mecanismo funciona si todos sus engranajes están bien engrasados. Por eso es deseable que exista un entendimiento en los asuntos más trascendentales, aunque luego en el Congreso sigan poniéndose medallas y lanzando exabruptos. Ya sabemos que eso es puro teatro.
Por lo tanto, aunque todo es criticable en esta vida, el balance debe ser positivo. Ojalá sea un primer paso para recuperar la normalidad democrática, cuyas reglas se han diluido mucho en los últimos tiempos. Necesitamos una justicia sana y fuerte, es el principio de todo. Por fin una buena noticia en política.
El resultado tiene sus luces y sus sombras. Cinco años y medio con uno de los pilares más importantes de la democracia cojeando no ha beneficiado a nadie. El perjuicio es grande y el atasco aún mayor, y eso lo pagamos todos. Hemos sido la vergüenza de Europa, con demasiadas advertencias y amenazas por incumplir, no solo nuestra Constitución, sino también los Tratados que están por encima de ella. La actitud de los partidos que gobiernan nuestros destinos no ha sido solo electoralista, sino que se ha debido a un encabronamiento sin precedentes en nuestra historia reciente.
Lo bueno es que, en último término parece que se han dado cuenta, aunque de cara a la galería no lo reconozcan, que las alianzas con extremistas no nos llevan a ninguna parte. Cuando se llega a un pacto entre posturas tan dispares, el resultado no gusta a todo el mundo, pero, a pesar de ello, debemos felicitarnos por el acuerdo porque el Estado solo funciona de forma correcta si sus instituciones lo hacen al unísono, igual que un mecanismo funciona si todos sus engranajes están bien engrasados. Por eso es deseable que exista un entendimiento en los asuntos más trascendentales, aunque luego en el Congreso sigan poniéndose medallas y lanzando exabruptos. Ya sabemos que eso es puro teatro.
Por lo tanto, aunque todo es criticable en esta vida, el balance debe ser positivo. Ojalá sea un primer paso para recuperar la normalidad democrática, cuyas reglas se han diluido mucho en los últimos tiempos. Necesitamos una justicia sana y fuerte, es el principio de todo. Por fin una buena noticia en política.