Lo siento, pero toca hablar de la Navidad. Son muchos los que se empeñan en odiar este momento del año, pero yo, debo confesarlo, adoro el significado que tiene.
No, no es por religión. Los seres humanos necesitamos límites mentales y el tiempo es una de nuestras mejores medidas. Cada doce meses salimos de un ciclo y entramos en otro, celebramos una especie de renovación, y eso es muy sano para nuestra cabeza. Como decía la canción, hacemos balance de lo bueno y malo. No solo efectuamos recuento de lo ocurrido en el último año, también recordamos las metas que nos quedan por alcanzar y a las personas que siguen a nuestro lado.
Por eso me gusta celebrar las dos semanas que nos quedan por delante. Da igual cómo, pero es importante para nuestro bienestar emocional hacer un cambio en la rutina. No se trata de comer y beber porque sí, sino de reunirte con aquellos que te importan y que no has podido ver siempre que has querido. No se trata de comprar regalos a lo tonto, sino de procurar hacer felices a sus destinatarios. No se trata de llenar la casa de objetos horteras, sino de sentir que vives en un palacio por unos días.
Es cierto que a todos nos falta algún ser querido y es ahora cuando más se nota su ausencia. Pero yo prefiero pensar que ellos también echaron en falta a alguien, y sin embargo hicieron que nuestras Navidades del pasado fueran muy felices. Por lo tanto, en honor a su memoria debemos intentar, en un ejercicio de empatía, no amargar la existencia a los que nos acompañan en las Navidades del presente.
Así que durante estos días, como si de un ritual de purificación se tratara, volveré a leer Canción de Navidad de Dickens, veré de nuevo ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, regalaré decenas de libros a los míos, brindaré con champán, me alegraré por los que les ha tocado la lotería, enviaré un montón de mensajes moñas y me atragantaré con las uvas de Nochevieja.
Porque si todos los días fueran Navidad, quizá este sería un mundo mejor. Felices fiestas a todos.