Muchos son los que me preguntan por qué dejé la política, a lo que suelo responder que no era mi mundo y que me sentía como pez fuera del agua. Es la forma de no entrar en detalles, aunque la mayoría imagina que vi cosas o viví situaciones que no me gustaron nada. La verdad es que en términos generales se me trató muy bien, pero me di cuenta de lo difícil que es tener un comportamiento intachable si quieres ser tenida en cuenta y lo imposible que resulta tener criterio propio dentro de un partido político.
Nunca he experimentado grandes sentimientos de pertenencia a ningún sitio. Aunque tengo preferencias, no suelo ser fanática de ningún equipo de fútbol, cantante o director de cine. Si disfruto con lo que hacen, los aplaudo y ya está. Tampoco profeso ninguna religión, no me gusta estar atada a ritos o hábitos que coarten mi libertad de pensamiento. Por eso, en política soy muy moderada (incluso mercenaria) y pronto me cansé de seguir al rebaño.
En los últimos tiempos, además de presenciar el espectáculo vergonzoso de la polarización y la lucha descarnada por el poder, estamos viendo comportamientos aborregados en todas las formaciones, lo que aumenta esa brecha tan grande que se está abriendo en todos los países desarrollados. La disciplina de partido es férrea y las notas discordantes son eliminadas de raíz. Además, los militantes y simpatizantes defienden con fiereza en todos los ámbitos la posición de sus líderes, sin espíritu crítico alguno. Y no somos conscientes del peligro que esto entraña.
Es cierto que todo aquel que no esté de acuerdo con las decisiones de su partido es libre de marcharse, como hice yo. Sin embargo, a los seres humanos les aterroriza perder el estatus. Porque no se engañen, los dirigentes no tienen poder, es solo prestigio y dinero; los verdaderos hilos de la realidad los manejan otros. Pero esa posición tan ansiada por los políticos es sagrada y para mantenerla, como se dice vulgarmente, tragan carros y carretas. Y claro, así estamos acabando con la democracia, mejor ser ovejas que lobos.
Nunca he experimentado grandes sentimientos de pertenencia a ningún sitio. Aunque tengo preferencias, no suelo ser fanática de ningún equipo de fútbol, cantante o director de cine. Si disfruto con lo que hacen, los aplaudo y ya está. Tampoco profeso ninguna religión, no me gusta estar atada a ritos o hábitos que coarten mi libertad de pensamiento. Por eso, en política soy muy moderada (incluso mercenaria) y pronto me cansé de seguir al rebaño.
En los últimos tiempos, además de presenciar el espectáculo vergonzoso de la polarización y la lucha descarnada por el poder, estamos viendo comportamientos aborregados en todas las formaciones, lo que aumenta esa brecha tan grande que se está abriendo en todos los países desarrollados. La disciplina de partido es férrea y las notas discordantes son eliminadas de raíz. Además, los militantes y simpatizantes defienden con fiereza en todos los ámbitos la posición de sus líderes, sin espíritu crítico alguno. Y no somos conscientes del peligro que esto entraña.
Es cierto que todo aquel que no esté de acuerdo con las decisiones de su partido es libre de marcharse, como hice yo. Sin embargo, a los seres humanos les aterroriza perder el estatus. Porque no se engañen, los dirigentes no tienen poder, es solo prestigio y dinero; los verdaderos hilos de la realidad los manejan otros. Pero esa posición tan ansiada por los políticos es sagrada y para mantenerla, como se dice vulgarmente, tragan carros y carretas. Y claro, así estamos acabando con la democracia, mejor ser ovejas que lobos.