Decía mi abuela Manuela que te vio crecer. Era apenas una niña pero ya tenía que subir y bajar a diario los barrancos que separaban a Teruel del resto del mundo. Durante esas caminatas, vio cómo te ibas abriendo paso, poco a poco, a través de aquellos andamios de madera que parecían un mecano imposible.
Cuando por fin te inauguraron, como parte de la carretera de Valencia, la ciudad comenzó a tener otro aspecto, más moderno y abierto. No pasaron muchos años cuando la ignominia cayó sobre tus paisanos. Por fortuna, soportaste la violencia y te mantuviste imbatible mientras todo alrededor era ruina.
Mi otra abuela, Elena, cuenta que su trabajo en Sanidad la llevó por tus aceras durante casi una vida entera, soportando el frío de tu desnudez en invierno, en los tiempos en que las temperaturas eran extremas de verdad.
Durante el siglo XX, cruzarte significaba ir a Teruel o al Viaducto, según el destino de nuestros pasos. Tal es tu importancia que le “robaste” el nombre a un barrio entero.
Además de las bombas, los fríos y los calores, has soportado con firmeza nuestras embestidas y caprichos. Vehículos cada vez más pesados en ambas direcciones, casi chocando con la estrechura de los peatones que tenían que pegarse bien a la barandilla para no sufrir accidentes. Vaquilleros desmelenados botando encima de tu superficie (si no pita no pasa), haciéndote temblar las piernas aunque sin desfallecer. Carreras y toros desbocados, uniendo lo viejo con lo nuevo. Cientos de almas clamando por un futuro digno para esta tierra.
No hay nada más hermoso que ver un atardecer desde tu sitio, no hay nada más terrible que ser testigo de muerte. No sé si es romanticismo o pragmatismo, pero eres el destino preferido de los que ya no pueden más con el desaliento.
Y así han ido pasando los años, 90 nada menos, compartiendo con nosotros las penas y las alegrías de la vida. Ojalá sigas en pie cuando todos hayamos desaparecido, símbolo de este lugar que no se rinde. Felicidades, Viaducto Fernando Hué.