Cuando vamos cumpliendo años y nos convertimos en aquello que deseamos ser, empezamos percatarnos de que nos acompañan, no solo las experiencias vividas y los seres queridos, sino además las personas que marcaron nuestra vida con sus enseñanzas. Con la madurez, los recuerdos comienzan a aflorar y nos damos cuenta de lo importante que fue compartir momentos decisivos con los que ya habían transitado por un recorrido vital importante y tenían tanto que ofrecernos.
Sin embargo, esto tiene también una cara amarga. Los “maestros” van despidiéndose del mundo terrenal y nos quedamos huérfanos de referentes. Llega un día en la vida en el que te miras al espejo y te das cuenta de que tu profesora del colegio o tu primer jefe o tu abuela ya no están, se han ido, aunque dejaron su huella en ti y es el momento de tomar el relevo.
No hay mejor recuerdo que transmitir a los más jóvenes e inexpertos las lecciones que nos dieron, mostrarles el camino igual que un día hicieron con nosotros. Porque, aunque todo está en Google y en los libros, hay cosas que se aprenden cayendo y levantándose, pero si tenemos cerca una mano tendida, no resulta tan complicado.
La melancolía por la pérdida debe dar paso a la certeza de no dejar perder la sabiduría de los que nos precedieron.
De los malos tragos también se aprende. No obstante, el sabor amargo a mí me resulta más fácil de olvidar.
Todos tenemos presente gente que preferiríamos desdeñar por el daño que nos causaron, aunque yo siempre he preferido sacar algo positivo de cada ocasión y sumar el aprendizaje a mi acervo elemental. Incluso ellos nos ofrecieron la oportunidad de conocer nuestros límites, a pesar de que no lamentamos tanto su pérdida. También el dolor es necesario para formar nuestro carácter.
Queden aquí estos pensamientos, que no pretenden nada más que rendir homenaje a todos los que me apoyaron, ayudaron a enseñaron algo valioso. Aunque ya no estén, seguirán vivos en mi memoria y en mi actitud ante la adversidad. Es su legado, ojalá que algún día sea el mío del mismo modo.
Sin embargo, esto tiene también una cara amarga. Los “maestros” van despidiéndose del mundo terrenal y nos quedamos huérfanos de referentes. Llega un día en la vida en el que te miras al espejo y te das cuenta de que tu profesora del colegio o tu primer jefe o tu abuela ya no están, se han ido, aunque dejaron su huella en ti y es el momento de tomar el relevo.
No hay mejor recuerdo que transmitir a los más jóvenes e inexpertos las lecciones que nos dieron, mostrarles el camino igual que un día hicieron con nosotros. Porque, aunque todo está en Google y en los libros, hay cosas que se aprenden cayendo y levantándose, pero si tenemos cerca una mano tendida, no resulta tan complicado.
La melancolía por la pérdida debe dar paso a la certeza de no dejar perder la sabiduría de los que nos precedieron.
De los malos tragos también se aprende. No obstante, el sabor amargo a mí me resulta más fácil de olvidar.
Todos tenemos presente gente que preferiríamos desdeñar por el daño que nos causaron, aunque yo siempre he preferido sacar algo positivo de cada ocasión y sumar el aprendizaje a mi acervo elemental. Incluso ellos nos ofrecieron la oportunidad de conocer nuestros límites, a pesar de que no lamentamos tanto su pérdida. También el dolor es necesario para formar nuestro carácter.
Queden aquí estos pensamientos, que no pretenden nada más que rendir homenaje a todos los que me apoyaron, ayudaron a enseñaron algo valioso. Aunque ya no estén, seguirán vivos en mi memoria y en mi actitud ante la adversidad. Es su legado, ojalá que algún día sea el mío del mismo modo.