Las vacaciones deben servir para cumplir ciertas expectativas que no son posibles el resto del año. En mi caso, mi objetivo es desconectar de todo, que mi mundo se ciña durante unos días a las actividades que tengo programadas a mi alrededor. De este modo, cuando vuelvo, mi asombro es mayúsculo al conectarme de nuevo a las pantallas y descubrir que este barco sigue yendo a la deriva entre arrecifes y marejadas.
Decía la canción de Julio Iglesias: “Aguas sin cauces, ríos sin mar, penas y glorias, guerras y paz”. Así pues, después de cuatro semanas sin escribir estas líneas, no sabría por dónde empezar...
Si cuando me fui había incertidumbre y descontento, ahora me encuentro con el miedo y la desesperanza. La tragedia humana que se está viviendo más allá de nuestras fronteras es abrumadora, y sus consecuencias se extenderán por el tiempo y el espacio como los tentáculos de un pulpo. Tan importante es lo que está sucediendo en el ámbito internacional, que la discordia y el pánico se están colando por las rendijas de nuestros hogares a través de los medios y las redes sociales.
En España, las cosas tampoco van mejor. Un gobierno a la desesperada y una fractura social quizá no sea el mejor escenario para amortiguar la crisis económica que no nos da tregua. En un mundo globalizado, las implicaciones son muy complejas y, como la sombra del ciprés, muy alargadas. Es evidente que el efecto mariposa funciona, y que lo que ocurre en el otro lado del mundo puede terminar afectándonos a todos en forma de subida de precios, ataques a nuestra seguridad nacional o crisis migratorias.
Sin embargo, la sensación generalizada es que poco podemos hacer y nuestra huida hacia adelante es mítica. Tenemos depresión post vacacional, nos preparamos para Halloween y ya estamos comprando la Lotería de Navidad. Nos escandalizamos con las imágenes que presenciamos a la hora de comer o cenar, pero no pasamos de publicar mensajes incendiarios en nuestros perfiles. Y siempre mirando a otro lado. La vida sigue igual.