Hace unos días, una persona relativamente cercana me dijo que se había acordado de mí porque se acaba de estrenar una comedia francesa cuya protagonista va en silla de ruedas. Sonreí educadamente, aunque me quedé con las ganas de contestarle que yo me había acordado de ella viendo una película de Marilyn Monroe porque es rubia.
En realidad hago poco caso de estas anécdotas, me pasan de vez en cuando. Pero en esta ocasión me quedé rumiando la conversación porque, por motivos que no vienen al caso, llevo un tiempo repasando la visión que da el cine sobre la discapacidad.
Día a día, veo que la imagen que tienen de mí muchas personas está muy lejos de la que me gustaría dar. Las opiniones van desde que soy una pobrecica que no puede hacer nada, hasta que soy una especie de heroína con superpoderes por intentar tener una vida normal.
En el mundo del celuloide pasa lo mismo. Es cierto que en el séptimo arte los estereotipos están muy estancados, pero en el caso de la discapacidad el tema ya se ha tornado cansino y aburrido. Hay tres tipos de personajes en las películas cuya trama pretende tratar estas cuestiones.
El primero, el más manido, es el pobre desgraciado que tiene que luchar contra viento y marea para demostrarle al mundo sus capacidades.
El segundo, para mí el más interesante pero no por ello menos doloroso, es el antihéroe, el malvado que hace cosas de malotes “porque el mundo lo ha hecho así”.
Y el tercero, el que está de moda y también el que más me irrita, es el graciosillo que hace tonterías para quitarle hierro al asunto y que termina dando un mensaje sensiblero e insoportable.
Mi sensación es que 2019 va a ser un año de cine sobre discapacidad, con la pretenciosa intención de darnos visibilidad sin aportar nada nuevo al asunto. Espero equivocarme y encontrarme, por fin, algún mensaje novedoso.
Mientras tanto, seguiré intentando dar una imagen de mí misma más realista.