Uno de los temas recurrentes en esta columna es el de las barreras arquitectónicas. Sé que puede resultar agotador, pero desde el punto de vista de las personas con movilidad reducida, como yo, es indispensable que el mundo sea accesible para poder hacer una vida mínimamente normal.
Por fortuna, en el ámbito urbanístico las cosas han mejorado mucho en los últimos veinte años. Sin ir más lejos, el casco histórico de Teruel, gracias a diferentes proyectos impulsados por el movimiento asociativo y con el apoyo indispensable del Ayuntamiento, ha sido reformado y peatonalizado para facilitar la deambulación de todos los ciudadanos. Todavía existen algunos puntos negros, aunque poco a poco se van solucionando los problemas.
Sin embargo, el comercio y la hostelería turolenses todavía no aprueban en esta materia. En estos días tengo amigos en casa que han venido de muy lejos para visitar Teruel y lo que más me apetece, aparte de enseñarles la ciudad, es agasajarlos con nuestras mejores viandas y productos estrella. No obstante, llegados a este punto, me resulta harto difícil encontrar locales accesibles para compartir mi tiempo con ellos.
Estaría faltando a la verdad si dijera que no puedo entrar a ningún local en nuestra ciudad, pero siento que no tengo libertad de elección, porque la ausencia de barreras arquitectónicas se puede contar con los dedos de la mano. En otras palabras, con la amplia oferta gastronómica y comercial que tenemos, en invierno apenas puedo disfrutar de media docena de sitios.
Entiendo que la oferta privada es lo que es y que las normas de accesibilidad son bastante laxas en este contexto. Comprendo también la dificultad de reformar locales pequeños y ubicados en edificios históricos. Lo que no comprendo es la falta de acción por parte de la administración pública. Un buen paquete de subvenciones, una inspección constante y estricta, y una promoción adecuada sobre la necesidad que tenemos todos de ser atendidos, podrían significar un cambio sustancial en el día a día de muchos de nosotros.