Comienzo esta columna como lo hice la semana pasada.
Cuando escribo estas líneas, Luciano sigue sin aparecer. Mi tía es un mar de lágrimas y mis primos han puesto toda su esperanza en los donativos de familiares y amigos. Mientras tanto, se anuncian a bombo y platillo, después de unos días vergonzosos, las medidas económicas a costa de unos presupuestos que no están asegurados y que podrían aprobarse gracias al chantaje emocional. Y al otro lado del océano ha ganado las elecciones un convicto, consiguiendo la euforia de algunos locos y otros peligrosos. Si querían saber lo que era una distopía, pasen y vean…
Por aquí ya se ha dicho de todo, y todo con razón. Se ha hecho un llamamiento a la acción, se ha reprochado lo reprochable y se ha aplaudido lo aplaudible. Entonces, ¿por qué sigo teniendo la necesidad de seguir hablando de esta tragedia? Por dos razones, creo. La primera es que personas que quiero mucho, sangre de mi sangre, ya no volverán a ser los mismos y merecen que les dedique mis palabras. La segunda es porque todavía no se ha hablado de cobardía.
Cobarde es el que decide no enviar alarmas a tiempo a la población, no sea que se me asuste el personal (¿no les pagamos para tomar decisiones difíciles?). Cobarde es quien no da un puñetazo en la mesa cuando el responsable de lo anterior no actúa con prontitud y eficiencia (entre no hacer nada y declarar el estado de alarma hay un sinfín de soluciones intermedias). Cobarde es aquel que difunde bulos. También lo son quienes agreden con la cara tapada. Y los que saquean, y los que estafan. Y cobardes son aquellos que desinforman a golpe de micrófono (y golpes en el pecho). Cobardes los tertulianos que siembran discordia sin mancharse las manos y cobardes los que seguirán votando a los suyos con una venda en los ojos.
Los valientes ya sabemos quiénes son. Y dentro de unas semanas, cuando brillen las luces de Navidad sobre nuestras cabezas, nos habremos olvidado de los unos y de los otros. Todo seguirá como siempre, mirando cada uno donde le interese. ¡Qué cobardes!
Cuando escribo estas líneas, Luciano sigue sin aparecer. Mi tía es un mar de lágrimas y mis primos han puesto toda su esperanza en los donativos de familiares y amigos. Mientras tanto, se anuncian a bombo y platillo, después de unos días vergonzosos, las medidas económicas a costa de unos presupuestos que no están asegurados y que podrían aprobarse gracias al chantaje emocional. Y al otro lado del océano ha ganado las elecciones un convicto, consiguiendo la euforia de algunos locos y otros peligrosos. Si querían saber lo que era una distopía, pasen y vean…
Por aquí ya se ha dicho de todo, y todo con razón. Se ha hecho un llamamiento a la acción, se ha reprochado lo reprochable y se ha aplaudido lo aplaudible. Entonces, ¿por qué sigo teniendo la necesidad de seguir hablando de esta tragedia? Por dos razones, creo. La primera es que personas que quiero mucho, sangre de mi sangre, ya no volverán a ser los mismos y merecen que les dedique mis palabras. La segunda es porque todavía no se ha hablado de cobardía.
Cobarde es el que decide no enviar alarmas a tiempo a la población, no sea que se me asuste el personal (¿no les pagamos para tomar decisiones difíciles?). Cobarde es quien no da un puñetazo en la mesa cuando el responsable de lo anterior no actúa con prontitud y eficiencia (entre no hacer nada y declarar el estado de alarma hay un sinfín de soluciones intermedias). Cobarde es aquel que difunde bulos. También lo son quienes agreden con la cara tapada. Y los que saquean, y los que estafan. Y cobardes son aquellos que desinforman a golpe de micrófono (y golpes en el pecho). Cobardes los tertulianos que siembran discordia sin mancharse las manos y cobardes los que seguirán votando a los suyos con una venda en los ojos.
Los valientes ya sabemos quiénes son. Y dentro de unas semanas, cuando brillen las luces de Navidad sobre nuestras cabezas, nos habremos olvidado de los unos y de los otros. Todo seguirá como siempre, mirando cada uno donde le interese. ¡Qué cobardes!