Según la neurociencia, el contacto físico de un abrazo reduce la segregación de cortisol en nuestro cerebro, permitiendo que se libere oxitocina y serotonina, neurotransmisores ampliamente reconocidos como hormonas de la felicidad. Un buen abrazo genera una agradable sensación de armonía y plenitud, una dosis cargada de bienestar para el cuerpo y el alma.
Dicho esto, les voy a contar algo que igual les sorprende. Muy poca gente me abraza. No es que sea una persona carente del amor de mis seres queridos, de eso voy sobrada. El problema es que carezco de lenguaje corporal y la mayoría de las personas piensan que soy un tanto fría. Y nada más lejos de la realidad, soy tremendamente afectuosa y me encanta el contacto humano. Pero como los gestos de cariño no se piden, sino que se intuyen, muy rara vez alguien rodea mi cuerpo con sus brazos de forma espontánea.
Vivir a la altura de la cintura de los demás tampoco facilita el estrujamiento fraternal. El contacto visual y la distancia personal son diferentes cuando alguien habla desde su silla de ruedas y su interlocutor no. En general, manejamos nuestros vínculos sociales gracias a juicios aprendidos y a lenguajes sobreentendidos, por eso nos cuesta mucho interrelacionarnos con personas diferentes a nosotros. En el caso de una persona con una gran discapacidad y una falta absoluta de movilidad corporal, el único punto de encuentro es el habla y la mirada, por lo que las muestras de afecto pueden resultar complicadas e incluso inexistentes.
No es que espere que todo el mundo me vaya abrazando por la calle, a mi carácter británico le parecería completamente improcedente. Pero cuando interactúen con alguien con dificultades similares a las mías, no esperen un milagro, nosotros no podemos abrazar. Procuren interpretar esas pequeñas señales que nos hagan sentir más integrados en las relaciones y un poco menos solos, y si no les gustan las adivinanzas, simplemente pregunten, es más que seguro que esa persona les conteste con franqueza acerca de sus deseos y necesidades.