Cuando era joven, no lo creía. Pero es cierto. Llega un momento en la vida en el que el tiempo empieza a escurrirse entre los dedos, los acontecimientos pasan a velocidad de vértigo y apenas te das cuenta cuando, como decía Mecano, ha caído uno más. Un año que prometía mucho para los optimistas y ha cumplido expectativas para los pesimistas.
Pero no me apetece dedicar la última columna de 2022 a la guerra, la crisis económica, el miedo, la frustración, la tensión política, el cambio climático o cualquier otra circunstancia nefasta de las que nos han atacado a lo largo de los últimos doce meses.
Estas horas finales deben ser dedicadas a la reflexión personal y a los propósitos de futuro. A la actualidad que le den por donde amargan los pepinos.
Para mí ha sido un año vertiginoso, que comencé con el corazón roto y un horizonte muy negro respecto a mi salud. He luchado sin tregua para curar mis heridas emocionales, para aceptar que las cicatrices te recuerdan que sigues viva y, sobre todo, para conseguir que la justicia y el sentido común triunfen sobre los intereses económicos o políticos.
Llego al día de hoy exhausta, pero satisfecha. No siempre se consiguen los objetivos que una se marca cuando comienza una nueva etapa. Por eso, para mí, 2022 será inolvidable porque ahora mi alma está en paz, mi salud estable y mi esperanza alta. Ha habido momentos muy duros en los que creí desfallecer y, sin embargo, he podido comprobar que soy capaz de sacar fuerzas de donde parecía imposible.
Si a todo esto añado que los míos se encuentran en un momento de tranquilidad y que hay ilusión por nuevos proyectos, lo único que me queda por hacer es dar gracias al destino por devolverme un poquito de calma después de semejante tormenta. También por enseñarme valiosas lecciones, como aprovechar cada momento, resistir los golpes con fuerza y flexibilidad, y no dejar de creer en una misma. Deseo de corazón que su balance en este final de año sea también positivo. Y si no ha sido posible, que 2023 venga cargado de cosas buenas para todos.
Pero no me apetece dedicar la última columna de 2022 a la guerra, la crisis económica, el miedo, la frustración, la tensión política, el cambio climático o cualquier otra circunstancia nefasta de las que nos han atacado a lo largo de los últimos doce meses.
Estas horas finales deben ser dedicadas a la reflexión personal y a los propósitos de futuro. A la actualidad que le den por donde amargan los pepinos.
Para mí ha sido un año vertiginoso, que comencé con el corazón roto y un horizonte muy negro respecto a mi salud. He luchado sin tregua para curar mis heridas emocionales, para aceptar que las cicatrices te recuerdan que sigues viva y, sobre todo, para conseguir que la justicia y el sentido común triunfen sobre los intereses económicos o políticos.
Llego al día de hoy exhausta, pero satisfecha. No siempre se consiguen los objetivos que una se marca cuando comienza una nueva etapa. Por eso, para mí, 2022 será inolvidable porque ahora mi alma está en paz, mi salud estable y mi esperanza alta. Ha habido momentos muy duros en los que creí desfallecer y, sin embargo, he podido comprobar que soy capaz de sacar fuerzas de donde parecía imposible.
Si a todo esto añado que los míos se encuentran en un momento de tranquilidad y que hay ilusión por nuevos proyectos, lo único que me queda por hacer es dar gracias al destino por devolverme un poquito de calma después de semejante tormenta. También por enseñarme valiosas lecciones, como aprovechar cada momento, resistir los golpes con fuerza y flexibilidad, y no dejar de creer en una misma. Deseo de corazón que su balance en este final de año sea también positivo. Y si no ha sido posible, que 2023 venga cargado de cosas buenas para todos.