Desde hace meses tengo la sensación de que nuestros políticos, en el ámbito que ustedes quieran elegir, se creen que vamos a regresar a las urnas de un día para otro, casi de forma inminente. No encuentro otras explicación a ese lenguaje ya de uso común con esos tonos tan mitineros, tan vacíos de contenido y con merdé para dar y vender. ¿Y qué?, me pregunto si se preguntará la gente, ¿qué queda después de semejantes juegos florales?.
¿De verdad creen (los políticos) que la gente se va a grabar a fuego en su memoria todos los reproches que estamos escuchando en este inicio de año?; ¿de verdan creen que el votante va a tener presente todo esto dentro de cuatro años?. O renuevan el vocabulario y los mensajes, buscan nuevos adjetivos calificativos y recovecos argumentales nunca utilizados o nos van a aburrir soberanamente por pesados y redundantes.
Creo que la gente no va a ir a votar en las elecciones próximas, lejanas en el tiempo salvo sorpresa mayúscula, acordándose si uno calló o habló a favor o en contra de la rasgadura de un folleto promocional de una costumbre islámica. No sé hasta dónde calará el término testaferro con derecho a roce o cualquiera otra de las lindezas que se inventan nuestros líderes e incluso no tengo claro el resquemor que generará de cara al futuro la polémica ley de la amnistía.
Sí barrunto para mis adentros que en el fondo, en lo más hondo de las conciencias de muchos políticos, sobre todo en las de aquellos que militan en partido que no gobiernan, anida como un sentimiento de pérdida que los irrita soberanmente, como si les costase aceptar que ya no son lo que fueron, que no lograron lo que buscaban y que, semejante frustración solo les conduce a una irritabilidad dialéctica penosa.
Tras años de calentarnos la cabeza con las bondades del sistema democrático y de la corriente de respeto al contrario que este genera, ahora nos encontramos día sí o otro también con declaraciones que invitan a pensar que, en el fondo, lo que duele, es perder.