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Sol de agosto Sol de agosto
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Juanjo Francisco

Mi amigo también se ha dado cuenta y de vez en cuando, por estas fechas, siempre me lo recuerda: el color del sol cambia a partir de la segunda quincena de agosto. Esta percepción que la consideré siempre mía, a modo de rareza personal e íntima, me causa desazón y, con los años, cierta tristeza.
El sol de agosto, plano y brillante en los cielos de Teruel, es un latigazo de vida que hace de contrapunto a los largos y monótonos inviernos que solo invitan a arrugarse dentro del abrigo. Cuando ese brillo disminuye se produce como un efecto sombrío que vuelve plomiza a esa luz. Pues bien, antes de todo esto, en el arranque del mes, cuando se ha consumido el aperitivo de julio, suelen concentrarse, al amparo de ese sol brillante, vital, que rematan unas noches estrelladas, multitud de fiestas en los pueblos de la provincia. Ya sea como semanas culturales o como meros festejos patronales, la geografía turolense se revoluciona entera y bulle el entusiasmo.
Ese ambiente de alegría actúa muchas veces como catalizador de esos sentimientos de pertenencia que tan a gala se llevan aquí. Eres de donde eres, independientemente de donde residas la mayor parte del año. Teruel manda, vamos. Y esto se nota como nunca en las fiestas de los pueblos.
Si bien las nuevas tecnologías y las redes sociales han contribuido a dulcificar la nostalgia de la ausencia, volver al pueblo, a las fiestas, aún conlleva una carga sentimental importante.
A pesar de que el paso del tiempo todo lo transforma, en el paisaje de las fiestas del pueblo aún perviven ciertos lazos comunes e invisibles que unen el pasado y el presente: la predisposición al afecto recuperado, aunque sea por unas horas o unos días, la camaredería, la complicidad de la amistad forjada en horas y horas encima de una bici, el revoltijo abdominal que sientes al ver de nuevo a aquel amor desbocado de los 17, por citar ejemplos.
Y si las fiestas pueden coser los rotos del tiempo, la pertenencia a la peña de siempre, si se ha conseguido mantener, es ya cerrar el círculo existencial, ser consciente de tu lugar en el mundo, tener conciencia de que nunca podrías imaginarte ser de otro lugar, de otro pueblo, incluso de otra peña.
Semejantes consideraciones son extrapolables a muchos pueblos de Teruel, sí, pero, puestos alegir uno, quiero citar a Muniesa, una localidad enclavada en el mismo corazón de la provincia, donde un regato de agua permite diferenciarse de las planas de Lécera y Belchite y añorar también el vergel que nunca será. Allí, cuando el sol de agosto es un chute de energía, se juntan Los del Cachirulo, La Plaga, El Garito, El Rincón, El Yunque, La Rueda, Los Mantas y otras muchas peñas, para explicarle al mundo que la vida es también pasar un brazo por el hombro del otro, ofrecer un vaso al desconocido y decirle, por ejemplo, bienvenido, el mundo, este mundo, es tuyo. Ni un mal gesto y sí una bienvenida afectuosa.
En Muniesa, en sus peñas, viven gentes que bailaron las baladas de los Scorpions con los amantes del reggaetón o el hip hop, los que se emocionaron con Víctor Jara o rasgaron guitarras imaginarias sintiéndose uno más de Deep Purple o de, ahora más que nunca otra vez, de Queen.
Vienen de lejos y de cerca -Munesa está en medio de todo- y todos ellos respiran camaradería y algo parecido a la generosidad, brindan por la vida resguardándose cuando pueden de un solazo que todavía escuece.