El viernes se presentaba como es él, un reto repleto de desafíos y sin horario de cierre. Es lo que tiene la víspera vaquillera, que vale más en sí misma que toda la fiesta que se sucede a continuación y que discurre como un torbellino. Luis, decía, iba a quedar con sus amiguetes porque su chica, una turolense de toda la vida y con un sentimiento vaquillero muy arraigado, le daba la noche libre. El sábado, eso sí, ya sería otra cosa: la peña, la cuadrilla, la charanga, todo lo que significa seguir el orden establecido dentro del desorden de estos días, claro.
Pues bien, en el Disloque, ese viernes había un ambiente en el que nadie hacía prisioneros. Buscarse un cubata en la barra requería esfuerzo y mucha empatía. Fernando delegó en él la tarea de traer la bebida. Oye, chisst, ey, todo tipo de exclamaciones servían para reclamar la atención del camarero de camiseta negra ceñida. Cuando tuvo los dos cubatas en las manos se giró y todo el líquido de los vasos se desparramó sobre una chica de ojos claros cuyo top apenas dejaba un trozo de su piel, bronceada, claro está, a la imaginación. El sobresalto fue importante. Perdones a punta de pala y muecas de disculpa se sucedieron en el rostro de un Luis que se quedó pasmado ante la sonrisa de aquella chica.
Disculpas aceptadas y vuelta al barro de la barra para pelear otros dos cubatas. Encima ella se empeñó en pagarlos por asumir ser la causante del incidente anterior. Luego vino la tortura. En la peña, Luis intentaba olvidarse de la chica del top negro haciendo risas con Fernando, pero ella estaba ahí, junto a su pareja, un tipo enorme, musculado y algo perdonavidas. Pero ella no le quitaba ojo a él y tras dar un golpe con la mano abierta en el pecho del maromazo se dio la vuelta y se fue hacia Luis: “Ahora te toca invitar a ti”.
Aquella noche se acabó para Luis la forma de celebrar las fiestas de manera rutinaria. Ya no hubo más años de costumbres repetidas, no hubo más cuadrilla, ni más peña ni más armonía. El camino a un hotel en aquel viernes noche fue como un reportaje de la CNN del que todo el mundo se ha coscado.
Pues bien, en el Disloque, ese viernes había un ambiente en el que nadie hacía prisioneros. Buscarse un cubata en la barra requería esfuerzo y mucha empatía. Fernando delegó en él la tarea de traer la bebida. Oye, chisst, ey, todo tipo de exclamaciones servían para reclamar la atención del camarero de camiseta negra ceñida. Cuando tuvo los dos cubatas en las manos se giró y todo el líquido de los vasos se desparramó sobre una chica de ojos claros cuyo top apenas dejaba un trozo de su piel, bronceada, claro está, a la imaginación. El sobresalto fue importante. Perdones a punta de pala y muecas de disculpa se sucedieron en el rostro de un Luis que se quedó pasmado ante la sonrisa de aquella chica.
Disculpas aceptadas y vuelta al barro de la barra para pelear otros dos cubatas. Encima ella se empeñó en pagarlos por asumir ser la causante del incidente anterior. Luego vino la tortura. En la peña, Luis intentaba olvidarse de la chica del top negro haciendo risas con Fernando, pero ella estaba ahí, junto a su pareja, un tipo enorme, musculado y algo perdonavidas. Pero ella no le quitaba ojo a él y tras dar un golpe con la mano abierta en el pecho del maromazo se dio la vuelta y se fue hacia Luis: “Ahora te toca invitar a ti”.
Aquella noche se acabó para Luis la forma de celebrar las fiestas de manera rutinaria. Ya no hubo más años de costumbres repetidas, no hubo más cuadrilla, ni más peña ni más armonía. El camino a un hotel en aquel viernes noche fue como un reportaje de la CNN del que todo el mundo se ha coscado.