La pendiente escarpada ofrece algún que otro lugar para descansar e intentar recuperar el ritmo normal de la respiración. De paso, echar un vistazo a tu espalda también te permite tomar ánimo e impulso para mantener la tensión muscular y fijar bien los pies para no resbalar. El solazo todavía no castiga porque, en la ladera de la sombra, el viento mañanero refrigera el cuerpo y la mente.
En el valle, donde la primavera siempre llega más tarde, la tonalidad del paisaje denota la falta de lluvia, nada nuevo este año. Uno se olvida de esto y de la polvareda que levanta el coche cuando se va acercando al bosque de carrascas, a esa mancha oscura que se observa desde la autovía que arropa la masa rocosa, vigía único en una llanura que, tal vez quiso ser más fértil y no fue.
Casi coronando las primeras crestas, cuando el sol ya está más alto, se recorta un ejemplar de cabra montesa, animal huidizo en ese entorno, y llega el momento de la contemplación, un atisbo apenas de lo que espera en el terreno donde esta el punto geodésico. A la izquierda se dejan ver esas manchas marrones del Alfambra, entre lomas apenas arboladas y en cuyas faldas pastaron ganados que ya no existen. A la derecha, el verde de mayo, tan raído por al sequía que apenas destaca, guarda unos cuantos pueblos que, de tan lejos que están, solo transmiten cierta ternura por la soledad que desprenden vistos desde aquí.
En lo alto del pico de Palomera el pequeño mundo del Jiloca aparece hasta donde alcanza la vista. Qué vacío.
Campos de cultivo, la línea recta de la A-23 atraviesa la vaguada en uno de cuyos extremos se vislumbra el aeropuerto de Caudé, una nadería desde aquí. Motas de árboles entre Cella y Villarquemado, alrededor de la recuperada laguna, y después, como la nada, hasta el otro extremo donde afloran los Ojos de Monreal, nicho de aguas redentoras. Hay vida, sí, pero ni siquiera lo temprano de la hora evita pensar en la tremenda soledad, casi distópica, que emana de ese paisaje.